lunes, 23 de febrero de 2015

"EL CASAR Y LA PRESA DE AGUA" por Gilberto Núñez Ursinos




EL CASAR Y LA PRESA DE AGUA

El hortelano sabía de sobra en que punto de la presa de agua se iba a topar con el olor de la madreselva, porque  el olor de la madreselva es un olor penetrante; parece contener toda la fortaleza del campo y la rara particularidad del producto envasado. Llegaba al hortelano desde muchos metros atrás y le acompañaba hasta muchos metros después. También sabía el hortelano que el olor de la madreselva despierta con el rocío y se adormece con el sol. Es por lo tanto olor para madrugadores. Era por el olor de la madreselva por lo que, igualmente sabía que estaba a mitad de camino en la presa de agua. Porque al lado del matorral donde ésta crecía, se elevaba el viejo castaño, esqueletado y secañoso, del que se habían apoderado las guirnaldas de yedra. El viejo castaño era como un mojón kilométrico en el camino. Cuando se llegaba a su altura uno sabía que se había adelantado en algo. Era una vaga intuición. Algo llegaba de repente y de repente se alejaba. Quizás se tratase de un atisbo de ilusión que daba sentido a la vida por unos momentos. No se sabía. Lo cierto era que uno vivía preso de aquella rara sensación. Alrededor del castaño se extendía una campicela de muruxas, leitaregas, pericón y grama, y en las paredes cercanas se observaban frondosas plantas de ceridoña. Era por estos lugares por donde los niños buscaban los polvos de fungato, que decían, eran buenos para las heridas. En mitad del camino. En mitad del camino el viejo castaño representaba un consentimiento con el antes y una esperanza con el después; aunque en el antes no había habido cambios y en el después no eran presumibles variaciones. Ante esta inmovilidad en el tiempo, el hombre se plegaba a las estructuras. El castaño… La yedra… En esto radicaba toda su ilusión: en ser lo que se es con todas sus consecuencias.
---El camino que es tu camino es todo camino; y el camino que no es tu camino no es ningún camino.
La presa de agua era vieja, larga y sinuosa. Uno diría que era una fiel representación de la vida. Estaba centineleada por castaños y zarzales y se alargaba con el camino hasta no se sabía qué principio de qué tiempo. A medida que el río fue perdiendo altura y ganando profundidad, hubo de ser prolongada hasta que la entrada del agua en el lugar de la toma fuese viable, tan sólo con la ayuda de un vanzado  de medio o de un metro de altura. El problema radicaba  en eso : en ver lo que el río hacía. Lo demás era cosa de rutina. En abril se limpiaba, cuidando  de que en el centro y las esquinas quedase como una patena.
---Limpio, bien limpio el centro, bien limpias las esquinas: las manos y el corazón que pase libremente el agua.
Así era, en efecto. Un claro principio de consentimiento y de humildad. Se decía que quien limpiaba mal la primera vez, limpiaba dos veces. Era verdad. Y los topos se encargaban de hacer bueno el aserto. En presas de tierra que no habían sido remontadas durante muchos años, los topos eran el principal peligro. La presa podía venir de tas en bas, pero si los mineros furaban, mal se ponía la cosa. El agua disminuía a ojos vistas, y aparentemente, no había motivo. Pero sí, el motivo eran las toupiñeiras. Esto sucedía cuando pasaban unas cuantas horas y el agua no discurría por el cauce. Los topos minaban la tierra blanda en busca de miocas. Era un golpe bajo, subterráneo, en frio. Como una herida que el tiempo tardaría en curar. Como remedio inmediato se rapaba y se descubría el boquete. Luego se ponía un terrón y se pisaba. Cuando el agua de la fuga iba en cese, el hortelano respiraba. Sabía que era una solución momentánea. Pero por aquel día aseguraba la riega. Una, caer una y otra vez en manos de la Providencia, tal parecía su destino…
---Mirad, aquél es el Casar de las Rosas.
El paso del tiempo es padre de las más diversas inclinaciones. Siempre, siempre hay una sucesión de muertes antes de llegar a la orilla de la vida. El casero era también un usuario de la presa. Quizás el más significativo. Parecía que la presa hubiese surgido por el casar, o tal vez había sido al contrario: el casar había surgido por la presa. De tal modo contemplaban la perspectiva. Uno y otra estaban entre un antes y un después; sencillamente a la espera… El casar era un viejo edificio construido en medio de una profusión de huertos. A un tiro de piedra corría el río. Entre éste y los huertos había varias hileras de chopos y negrillos. Eran la protección natural de la finca contra las avenidas. Chiquito, pero suficiente era el casar. Tenía unas escaleras de piedra por donde se alcanzaba el corredor, que era a la vez entrada y adorno. El corredor tenía forma de ángulo recto y barrotes de madera pintados de verde. A estos barrotes, por la parte de fuera estaban atadas las cañas de pescar, los manojos de guindillas y los restos de laurel, oliva y romero, bendecidos el Domingo de Ramos, que por creencia popular eran quemados para espantar las tormentas.
En la recta del primer tramo, en la parte interior, robándole espacio al pasillo, se veían útiles de uso doméstico, una pila de astillas y luxas para encender, botas de goma… Cuando la época de la ceba llegaba, el corredor se abarrotaba de carochas de remolacha, sacos de salvao y pulpa, megos de castañas verdes, berzas y repollos. Al lado de la pila de las astillas estaba la mesa para segar la verdura. En la recta final se encontraba la puerta de entrada a las habitaciones y a la cocina. Y al lado de ella, un banco de madera. Era la atalaya del casero. Desde allí dominaba el camino de la presa y el camino de la finca. Por debajo del corredor y suspendidos por espitos empotrados en la pared, se veían a veces furcos de cebollas. Era también el lugar destinado a las herramientas. Y era por debajo del corredor por donde se entraba al bodeguín. El casero tenía allí los cubetos de vino, los jamones y tocinos colgados de las cambeiras, los furcos de los ajos, los botes de semillas, los montones de patatas y los untos. En la parte posterior del casar estaban el patio y las cuadras. El patio tenía un par de maseros de cemento. A comer en ellos se permitía salir a los cerdos en los días de verano. Cerca del patio estaba la meda de paja y el gallinero. Formando como un círculo alrededor del casar crecían una docena de árboles. En su mayoría cerezos, manzanos y perales. El círculo parecía rematarse con una breval. Este árbol le había traído al casero más de un disgusto. Por septiembre y cuando ya empezaban a pingar las castañas, mostraba una brevas negras exquisitas que eran toda una tentación. Con el afán de coger las más maduriñas, los niños habían roto cañones varias veces y habían llevado sapadas de consideración. En una de ellas el hijo del casero había fastidiado los tendones del pie, y por consejo del compostor había tenido que usar un cilindro de azufre sobre el que el pie rodaba. Así se componía lo desarreglado. Desde entonces, la mujer del casero estaba ojo avizor; sobre todo cuando era su hijo el que subía al árbol. Entonces llegaba la prohibición envuelta en palabras que eran a la par reprimenda y consejo:
--Mon, baja de la higuera. Te digo, Serafina que acaba conmigo.

La vecina se sonreía. La reprimenda podía ir dirigida para el hijo; pero el consejo seguro que era para el padre. El casero se llamaba también Ramón y era uno de esos hombres en cuyas vidas han imperado dos simples características: el tesón que lleva a los pequeños triunfos y el orgullo que disimula los grandes fracasos. El casero había tenido más de los últimos que de los primeros. Los que saben sacar provecho de las experiencias llegan a la conclusión de que la miseria no es agradecida sino avariciosa. Uno se porta bien y recibe mal. El casero nunca había parado en esto. Y esto era precisamente lo que por veces ponía de mal humor a su mujer. El casero parecía empeñado en hacer siempre lo contrario de lo que de él se esperaba. El colmo de este empeño había llegado al máximo el día que plantó cuatro esquejes de rosal al pie del casar. La mujer puso el grito en el cielo. Aquellas tonterías…Pero el casero pensaba que algún día sería delicioso aspirar el perfume de las rosas sentado en el banco de madera, por las tardes de verano, cuando se iba el sol…




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