EL CASAR Y LA PRESA
DE AGUA
El hortelano sabía de sobra en
que punto de la presa de agua se iba a topar con el olor de la madreselva,
porque el olor de la madreselva es un
olor penetrante; parece contener toda la fortaleza del campo y la rara particularidad
del producto envasado. Llegaba al hortelano desde muchos metros atrás y le
acompañaba hasta muchos metros después. También sabía el hortelano que el olor
de la madreselva despierta con el rocío y se adormece con el sol. Es por lo
tanto olor para madrugadores. Era por el olor de la madreselva por lo que,
igualmente sabía que estaba a mitad de camino en la presa de agua. Porque al
lado del matorral donde ésta crecía, se elevaba el viejo castaño, esqueletado y
secañoso, del que se habían apoderado las guirnaldas de yedra. El viejo castaño
era como un mojón kilométrico en el camino. Cuando se llegaba a su altura uno
sabía que se había adelantado en algo. Era una vaga intuición. Algo llegaba de
repente y de repente se alejaba. Quizás se tratase de un atisbo de ilusión que
daba sentido a la vida por unos momentos. No se sabía. Lo cierto era que uno
vivía preso de aquella rara sensación. Alrededor del castaño se extendía una
campicela de muruxas, leitaregas, pericón y grama, y en las paredes cercanas se
observaban frondosas plantas de ceridoña. Era por estos lugares por donde los
niños buscaban los polvos de fungato, que decían, eran buenos para las heridas.
En mitad del camino. En mitad del camino el viejo castaño representaba un
consentimiento con el antes y una esperanza con el después; aunque en el antes
no había habido cambios y en el después no eran presumibles variaciones. Ante
esta inmovilidad en el tiempo, el hombre se plegaba a las estructuras. El
castaño… La yedra… En esto radicaba toda su ilusión: en ser lo que se es con
todas sus consecuencias.
---El camino que es tu camino es
todo camino; y el camino que no es tu camino no es ningún camino.
La presa de agua era vieja, larga
y sinuosa. Uno diría que era una fiel representación de la vida. Estaba
centineleada por castaños y zarzales y se alargaba con el camino hasta no se
sabía qué principio de qué tiempo. A medida que el río fue perdiendo altura y
ganando profundidad, hubo de ser prolongada hasta que la entrada del agua en el
lugar de la toma fuese viable, tan sólo con la ayuda de un vanzado de medio o de un metro de altura. El problema
radicaba en eso : en ver lo que el río
hacía. Lo demás era cosa de rutina. En abril se limpiaba, cuidando de que en el centro y las esquinas quedase
como una patena.
---Limpio, bien limpio el centro,
bien limpias las esquinas: las manos y el corazón que pase libremente el agua.
Así era, en efecto. Un claro
principio de consentimiento y de humildad. Se decía que quien limpiaba mal la
primera vez, limpiaba dos veces. Era verdad. Y los topos se encargaban de hacer
bueno el aserto. En presas de tierra que no habían sido remontadas durante
muchos años, los topos eran el principal peligro. La presa podía venir de tas
en bas, pero si los mineros furaban, mal se ponía la cosa. El agua disminuía a
ojos vistas, y aparentemente, no había motivo. Pero sí, el motivo eran las
toupiñeiras. Esto sucedía cuando pasaban unas cuantas horas y el agua no
discurría por el cauce. Los topos minaban la tierra blanda en busca de miocas.
Era un golpe bajo, subterráneo, en frio. Como una herida que el tiempo tardaría
en curar. Como remedio inmediato se rapaba y se descubría el boquete. Luego se
ponía un terrón y se pisaba. Cuando el agua de la fuga iba en cese, el
hortelano respiraba. Sabía que era una solución momentánea. Pero por aquel día
aseguraba la riega. Una, caer una y otra vez en manos de la Providencia, tal
parecía su destino…
---Mirad, aquél es el Casar de
las Rosas.
El paso del tiempo es padre de
las más diversas inclinaciones. Siempre, siempre hay una sucesión de muertes
antes de llegar a la orilla de la vida. El casero era también un usuario de la
presa. Quizás el más significativo. Parecía que la presa hubiese surgido por el
casar, o tal vez había sido al contrario: el casar había surgido por la presa.
De tal modo contemplaban la perspectiva. Uno y otra estaban entre un antes y un
después; sencillamente a la espera… El casar era un viejo edificio construido
en medio de una profusión de huertos. A un tiro de piedra corría el río. Entre
éste y los huertos había varias hileras de chopos y negrillos. Eran la
protección natural de la finca contra las avenidas. Chiquito, pero suficiente
era el casar. Tenía unas escaleras de piedra por donde se alcanzaba el
corredor, que era a la vez entrada y adorno. El corredor tenía forma de ángulo
recto y barrotes de madera pintados de verde. A estos barrotes, por la parte de
fuera estaban atadas las cañas de pescar, los manojos de guindillas y los
restos de laurel, oliva y romero, bendecidos el Domingo de Ramos, que por
creencia popular eran quemados para espantar las tormentas.
En la recta del primer tramo, en
la parte interior, robándole espacio al pasillo, se veían útiles de uso
doméstico, una pila de astillas y luxas para encender, botas de goma… Cuando la
época de la ceba llegaba, el corredor se abarrotaba de carochas de remolacha,
sacos de salvao y pulpa, megos de castañas verdes, berzas y repollos. Al lado
de la pila de las astillas estaba la mesa para segar la verdura. En la recta
final se encontraba la puerta de entrada a las habitaciones y a la cocina. Y al
lado de ella, un banco de madera. Era la atalaya del casero. Desde allí
dominaba el camino de la presa y el camino de la finca. Por debajo del corredor
y suspendidos por espitos empotrados en la pared, se veían a veces furcos de
cebollas. Era también el lugar destinado a las herramientas. Y era por debajo
del corredor por donde se entraba al bodeguín. El casero tenía allí los cubetos
de vino, los jamones y tocinos colgados de las cambeiras, los furcos de los
ajos, los botes de semillas, los montones de patatas y los untos. En la parte
posterior del casar estaban el patio y las cuadras. El patio tenía un par de
maseros de cemento. A comer en ellos se permitía salir a los cerdos en los días
de verano. Cerca del patio estaba la meda de paja y el gallinero. Formando como
un círculo alrededor del casar crecían una docena de árboles. En su mayoría
cerezos, manzanos y perales. El círculo parecía rematarse con una breval. Este
árbol le había traído al casero más de un disgusto. Por septiembre y cuando ya
empezaban a pingar las castañas, mostraba una brevas negras exquisitas que eran
toda una tentación. Con el afán de coger las más maduriñas, los niños habían
roto cañones varias veces y habían llevado sapadas de consideración. En una de
ellas el hijo del casero había fastidiado los tendones del pie, y por consejo
del compostor había tenido que usar un cilindro de azufre sobre el que el pie
rodaba. Así se componía lo desarreglado. Desde entonces, la mujer del casero
estaba ojo avizor; sobre todo cuando era su hijo el que subía al árbol.
Entonces llegaba la prohibición envuelta en palabras que eran a la par
reprimenda y consejo:
--Mon, baja de la higuera. Te
digo, Serafina que acaba conmigo.
La vecina se sonreía. La
reprimenda podía ir dirigida para el hijo; pero el consejo seguro que era para
el padre. El casero se llamaba también Ramón y era uno de esos hombres en cuyas
vidas han imperado dos simples características: el tesón que lleva a los
pequeños triunfos y el orgullo que disimula los grandes fracasos. El casero
había tenido más de los últimos que de los primeros. Los que saben sacar
provecho de las experiencias llegan a la conclusión de que la miseria no es
agradecida sino avariciosa. Uno se porta bien y recibe mal. El casero nunca
había parado en esto. Y esto era precisamente lo que por veces ponía de mal
humor a su mujer. El casero parecía empeñado en hacer siempre lo contrario de
lo que de él se esperaba. El colmo de este empeño había llegado al máximo el
día que plantó cuatro esquejes de rosal al pie del casar. La mujer puso el
grito en el cielo. Aquellas tonterías…Pero el casero pensaba que algún día
sería delicioso aspirar el perfume de las rosas sentado en el banco de madera,
por las tardes de verano, cuando se iba el sol…
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