El GUADAÑADOR
El guadañador miraba a lo largo,
miraba a lo ancho, miraba a lo alto. Era un conjunto de maneras de mirar.
Filósofo campesino, sobre todo el mirar a lo alto, era su mayor preocupación.
Porque en ello estaba el final del laberinto en el que desembocaban todas las
maneras de mirar. Efectivamente, el mirar a lo alto venía con la aurora y
desentrañaba el mirar amable de los fados compadreiros o el hosco de los fados
paulinos. La guadaña era, como todo lo campesino, un negocio al aire libre, sin
más razones, sin más explicaciones. Y había que mirar… Y allí estaba el
guadañador, en la ribera, con la hierba aún mojada por el rocío, celebrando
consejo consigo mismo para decidir lo que convenía hacer.
--El tiempo da tantas vueltas
como una p… por las calles.
Todo dependía del tiempo. Si los fados paulinos ponían cara de tormenta,
era mejor dejarlo. Porque si caía agua, la hierba guadañada cogería mifo y los
animales la comían de mala gana y aun perjudicándose. Cierto que la mayoría de
las veces la hierba ya estaba en medas cuando la tormenta llegaba y el
estropicio era menor. Pero si estaba angazada y a punto de ser agavillada, la pérdida
no podía ser más manifiesta. La tormenta no perdona en el mes de San Juan; es
cosa que los campesinos saben de antiguo. En la lucha entre el querer y el
poder, de antemano se sabe quién será el perjudicado. Hasta las campanas lo
pregonan con su lengua de hierro:
Din, din, dona,
Marcha, trona.
Marcha tú,
Que Dios pode más que tú…
Otra cosa sucedía cuando los
fados compadreiros lucían cara de sol. Entonces el guadañador salía de casa con
estrellas y atiborrado de utensilios: la guadaña, el martillo, la bouciñeira,
el yunque, la piedra, la llave, la furquita, etc. También llevaba el pan de las
diez, la bota y el pequeño boto de leche mazada. Había cierta pelusilla entre
los guadañadores del monte y los del llano. Unos sustentaban que los otros
hacían menos y que ripaban la hierba. Los otros respondían que las guadañas no
se podían exponer al contacto con las piedras, que era mejor guadañar alto.
Pequeñas diferencias en la raíz del orgullo campesino por pretender ser unos y
otros la mapa de los guadañadores de la región…
--Mira cuánto cravuñamos nosotros
y cuánto lo hacen ellos. Además, si hasta ni eso saben hacer. No hay más que
ver las folecas que hacen.
Cravuñar no era oficio para
todos. El sacar filo a las guadañas cuidando que el martillo siguiese la línea
sin salirse de ella requería mucho tiempo y mucha paciencia.
Los poco duchos caían
irremisiblemente en el pecado de hacer folecas, con lo que el filo perdía y al
guadañar el clo, clo del cantar de guadaña parecía la onomatopeya de una olla
en ebullición…
Los guadañadores de la montaña
estaban más con la tradición. Los del llano más con la idea progresista. Esto
se apreciaba hasta en las comidas. Los
de la montaña seguían con el antiguo
régimen de cocido, chorizos y cachuchada con carne fresca y arroz con leche
para remate. Los del llano ya empezaban a establecer un sistema más a tono con
la época del año en que se desarrollaba el trabajo: tortilla o carne de falda
con pimiento y aceite, pimientos en bote o tomate en ensalada, etc. Los de la
montaña se reían y les llamaban fuleros. Los del llano les hacían la híga o
comenzaban una batalla verbal con epítetos everesianos. Al final todo se
arreglaba, y tan amigos. Aunque los de la montaña eran rebezos, y ya guadañando
, aún volvían a las andadas.
--Pero, carallo, vosoutros non
comedes por non c….
Los del llano
contestaban con un “vai pro nabo y tu e o comer” y seguían dándole a la
guadaña. Con la barriga llena no se producía un curioso fenómeno que solía
afectar a los que la tenían vacía. Consistía
en que, cuando se iba guadañando, la debilidad a la que se unía un
cierto sopor, hacía que el guadañador guadañase más alto y un tanto sin ton ni son. En la jerga de los
guadañadores se decía que aquel compañero tenía folecas en el ventrullo.
La guadaña era
un trabajo más duro que la siega y por ello también más remunerado. Había siempre una diferencia de uno o dos duros en
el jornal entre un segador y un guadañador, a favor de este último. En lo que
estaban igualados era en lo de la mantenencia; pues ni segadores ni
guadañadores iban a trabajar a palo seco: la barriguiña ante todo. Y era por la
barriguiña por lo que la picaresca
berciana, tan fodida y tan de viorto, hacía aparición en las praderas. El ciego
no era un conjunto de maneras de mirar, pero era un ciego con más vista que una
sueca en biquini. Sabía de pueblos, de caminos, de recogida de castañas, de
vendimias, de fiestas y ferias, y de … ajustes en los prados. Las parejas de
guadañadores iban por la onza de oro, equivalente a 16 duros. Alguno había
sentado el precedente y los demás lo seguían guadaña en ristre. El ciego sabía
que la mañiza sobra donde la avaricia impera. Y allí se presentaba con su
enorme perrazo dando los buenos días o las buenas tardes y aneándose al pie de
alguna sombra hasta que alguno sentía compasión y hacía alarde de
desprendimiento. Cuando el ciego llenaba la andorga, se despedía hasta otra y
ya por el camino parecía llamar al perro a la reflexión con su voz gangosa:
--Procura,
Fariseo, para la barriguiña.
Y es que aquí,
en el Bierzo, somos la oblea , señor cura… Y la guadaña.
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