EL COMPOSTOR
La penuria une a los hombres y la
prosperidad los separa. Así era la sencilla conclusión que resumía el conjunto
de experiencias de su vida. El compostor solo tenía que asomarse al recuerdo.
De las excursiones por los campos del mismo, volvía con una sonrisa que
escapaba a los límites de lo humano para cobrar naturaleza angélica. Su bondad
no sólo había sido inmensa, sino que había quedado justificada. Y cuando un
hombre se justifica ante sí mismo, abre las puertas del paraíso.
--Nada, que no quiero nada. Los
vecinos estamos para eso: para ayudarnos. Ya Dios avendrá quien nos mantendrá.
Por aquel entonces, los buenos
deseos de los hombres podían ser muy grandes, pero los recursos eran muy
pequeños. El vecino se iba con un “Gracias hombre, ya sabes donde estamos, para
lo que necesites”. Para lo mismo se ofrecía el compostor , porque sabía que los vecinos no olvidaban los favores que
se les hacía. Así correspondía el amor al amor cuando el amor era un amor
verdadero:
El compostor, el pobre no me
quiso cobrar nada. Hay que mandarle algo para los pequeños.
No importaba que aquel algo
fuesen los anacos de la asadura, lomo y sangrecilla, cuando los vecinos mataban
antes. No importaba que fuese un saqueto de garbanzos o una cesta de fruta. Lo
que verdaderamente importaba para el compostor era la verdadera causa que lo
movía. Poder decir en paz que se había sentado a la puerta de su casa a ver
pasar las nubes… Los pequeños del compostor eran sus nietecillos. Un rebaño de
galafatos que le zumbaba la pandereta. Eran su orgullo y su tormento. Porque
entre ellos los había para todos los gustos: traviesos, que le ataban al gato
un bote en la cola y le hacían correr por toda la casa; llorones, que solo
estaban a gusto en su colo; quejicas, que por un quítame allá esas pajas, se
ponían a patalear con desenfreno; y los que iban para hombreciños. Estos eran
con los que el abuelo estaba más a gusto. Y con los que se desahogaba, poniéndoles
acertijos y contándoles cuentos.
--Siete redondiños y un redondón,
un saca y mete y un quita y pon.
Los más listos ya sabían la
solución; porque el abuelo, como el cuco, se repetía en aquellas cosas. Por lo
regular era uno de los mayores el que contestaba:
--Un hombre chiquitín, arrimado a
una pared, con el pinganillo fuera, engañando a una mujer.
Aquello ya lo sabía hasta el gato: era el candil. En vista de que ya le
iban acertando todos los que ponía, el abuelo dejaba los acertijos y se ponía a
contar cuentos.
El que más gustaba a los nietos
era el de la ciudad de Alcaparra. El abuelo situaba dicha ciudad en lo que hoy
son las cortadas de la Leitosa. Cuando Cristo andaba por el mundo, había
llegado a aquella ciudad y había pedido posada. El hombre de la casa se había
apresurado a admitir al caminante y a ofrecerle agua y vino. El agua para lavar
los pies y el vino para que quitase la
sed del viaje. La mujer, que era una moruga, no vió aquello con buenos ojos y
cuando le ofreció la cena al caminante lo había hecho en la conca del perro,
que estaba sucia y rota. Era tradicional que todos los huéspedes durmiesen en
la cocina sobre unas mañizas de paja que se cubrían con una manta y dejando
otra para cubrir el cuerpo. Pero aquella mujer ruin no quiso que el caminante
durmiese en la cocina y mucho menos en molestarse en prepararle el lecho de
paja. “Que duerma en la cuadra, en la fieita del molido”. El marido protestó:
“Mujer, es un ser humano como nosotros”. Pero de nada valió; Cristo tuvo que
dormir en la fieita sin mantas ni nada. Por un malo castiga Dios a su pueblo. A
la mañana siguiente, Cristo mando al hombre que se alejase y que no volviese la
vista atrás oyese lo que oyese. El hombre obedeció, y aún no bien había
desaparecido de su vista, cuando Cristo pronunció estas palabras:
--Ciudad de Alcaparra, hombre
bueno, mujer mala, cama de fieita, conca rachada. Levántate, tierra, que Dios
te lo manda.
Y al momento la tierra se levantó
y sepultó la ciudad. El abuelo remataba el cuento con la siguiente moraleja:
“Por eso, hay que ser buenos, y cuanto más pobres, más buenos; que no hay cosa
mejor que querer y ser queridos, eso es lo que se compone todo, ¿
entendísteis?”. Los nietos decían que sí, y el abuelo sentía rebosar de alegría
su espíritu niño de hombre bueno. De aquel encantador clima familiar venía casi
siempre a sacarlo un golpear de nudillos sobre la puerta de entrada. Un
nietecillo se adelantaba a abrir y volvía corriendo a avisar al abuelo:
--Abuelo, un avenido.
Lo que quería decir que un cliente
de la montaña venía a arreglarse. Porque los clientes de la montaña eran los
avenidos y los de la villa los clientes pobres. El abuelo se acercaba a la
puerta y mandaba pasar al cliente a la salita de composturas. Si se trataba de
una rotura de brazo, astillación o
dislocación de un pie, etc, la cosa no tenía casi ceremonial. Eran arreglos
sencillos: un tironcito por aquí, una friega por allí, un mareo a veces, otras
un grito de dolor que hacía reir a los nietos en la cocina, donde el abuelo los
confinaba en tales ocasiones.
El abuelo ya empezó con el
tormento chino.
Pocas cosas más: una venda del
cinco por cinco, y, si acaso, la recomendación de poner fomentos de vinagre
para que comiesen los derrames o cataplasmas para que ejecutasen no sé qué función.
Otra cosa era cuando el cliente estaba destorcido. Entonces el ceremonial era
de garabatillo. El cliente tenía que sentarse sobre una alfombra y estirar las
piernas hasta formar un ángulo recto. El compostor le empotraba las rodillas en
los riñones y le pedía una mano, después la otra, le estiraba los dedos y
trataba de que ambas manos se nivelasen, si así no era, y el desnivel era
manifiesto, el compostor lanzaba un silbido:
--Estás como una carraca. Tienes
por lo menos tres sartas. Seguramente vienes deguiriendo desde hace tiempo;
algún peso que cogiste en mala postura.
Preguntaba luego si quería
arreglar aquel mismo día o prefería hacerlo cuando mejor le acomodase. Si el
cliente estaba en época de trabajo, solía retrasar la compostura, pero si el trabajo
no urgía, el cliente prefería hacerlo cuanto antes mejor. Entonces el compostor
le espetaba:
--Vete a la farmacia del Doctor…
y le dices de mi parte que te de un duro de bizma y vendas para bizmar, aquí
los parches no valen. Bueno, el ya sabe… Cuando el cliente volvía con el
encargo, el compostor preparaba la bizma en una cazuela en la cocina. Y cuando
el pegote ya estaba listo, pasaba a la salita a componer al cliente.
Ante los retortijones que el
compostor le daba, los clientes reaccionaban de mil maneras, pero, eso sí,
imperaban los de las palabrotas.
A veces, tenía que prolongar un
poco su trabajo de compostura; entonces decía al cliente que había costado caro
que saltasen las sartas, porque, seguramente, habían criado garo. Cuando las
manos ya nivelaban, el cliente se despojaba de la camisa y la camiseta y el
compostor le empaquetaba el emplasto de bizma. Luego, lo enfajaba. Asunto
concluido. Llegaba el momento del cobro que requería una sicología especial,
porque los pueblerinos eran unos chusmios que si entregaban una perra les
parecía que entregaban el alma. Pero el compostor sabía quien podía pagar y
quien no, por la ropa interior que llevaba. Este era de buena casa. Este era de
mala. Este llevaba calzoncillos y camiseta de felpa. Este otro ni camiseta ni
calzoncillos, o de muy baja calidad.
--Pobre debe de estar como las
arañas.
Y no le cobraba. Aunque, eso sí,
precisamente a estos que no cobraba, les debía el arreglo de la casa durante
los años de posguerra. No le habían faltado, no, el mendrugo de pan moreno, las
patatas, los trozos de cachucha, el tocino etc.
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