EL SACRISTÁN
Para Adolfo Castelao
Las viejas comadres se santiguaban y
se volvían a santiguar. La cosa no era para menos. Jesús, María y José, la
gente se estaba volviendo loca. Aquello era lo nunca visto: en las últimas
horas del atardecer un gallarote había pasado como un alma en pena, pegándose a
las paredes, desnudo totalmente, como había venido al mundo. Pasado el pasmo de
los primeros momentos, comenzaron a combinar la vista con la imaginación
añadiendo a esto la inventiva. Los tres factores, manejados por las comadres,
parecían haber esclarecido la verdad del extraño suceso.
-
Venía
de por allí. Y por allí sólo está el molino.
-
Cuando
la raposa va a la guarida algo hay.
-
A
pequeña eche do rabo ardido. A ver si os atopou o padre na cama e lle quixo
muxir a cocha.
A lo lejos se escuchaban los gritos
de los niños que perseguían al gallarote entre risas.
-Aúa; bando, bando.Aúa; bando, bando…
Más muerto que vivo, el gallarote
llego a la puerta de su casa. Y empezó a petar. Empezó a petar con todas su
fuerzas, como si cada golpe de puño fuese un kilómetro que lo separase de la
muerte. Pasaron unos instantes. Los niños, cada vez más cercanos, seguían con
el “Aúa; bando, bando” y ellos,a sus gritos, se unían los guau, guau de un
perro, que, encinado por los pequeños, amenazaba con hincar los dientes en las
posaderas del gallarote.
-Andas al ínfo,¿o qué?. Lástima de un
buen tártaro. Si no lo veo no lo creo.
La sorpresa del hermano no fue para
descrita al abrir la puerta. A aquella misma puerta llamaría poco más tarde el
molinero. Llevaba en la mano un pantalón de pana remendado y una camisa con más
remiendos aún. Y llegó la explicación del suceso: el gallarote había ido a la
fruta, y el molinero lo había pillado en el mismo piricolín del árbol. El
gallarote, viendo que el molinero esgrimía en la mano un galleiro partido,
había optado por deslizarse por una rama restriega y había huido dejando
abandonada la ropa que había quitado por miedo a romperla. Costó hierro y
harina convencer al irascible molinero. Las excusas de los padres del gallarote
giraban sobre un punto, que aunque no se decía, se adivinaba: el hambre. Por
fin, el molinero se volvió a su casa, pero no sin antes hacer una última
advertencia, que no dejaba lugar a dudas sobre su inflexible postura:
-Que ande con miña filla, pase; pero
que me coma as peras, ay, queridín, eso pouco a pouco.
El gallarote era el mayor de los
siete hijos de un humildísimo matrimonio que no contaba con otros recursos que
el jornal del padre, cuando lo tenía. Siete ranfaños que cabían debajo de un
cesto, y con solo un jornal, se adivina el estado de las barriguitas. Por eso,
cuando sus padres le anunciaron que un pariente lo quería llevar de pastor para
un pueblo de la montaña, el gallarote vio el cielo abierto. Pero tiempo andando
pudo comprobar que había escapado del rayo y se había metido en la centella.
Había sustituido el caldín y los xirelos con pimientos fritos por el pan moreno
de becerra y la leche ordeñada en las chocas de las cabras o en las mismas
galochas que llevaba de calzado. Si en la villa tenía que rispiar las castañas
secas que los de los pueblos ponían a
los burros como pienso, en el monte tenía que hacer lo mismo con las patatas de
las tolas que los montañeses dejaban en los leiros con una capa de fieita y cubiertas
de tierra.
-Si non morro de frío morro de fame,
e si non morro de fame morro de frío.
De nada, nada: amigo Cereixal. Eso
non pode ser.
No podía ser, en efecto; porque
aparte que el estómago seguía en su sempiterna función de acordeón hecho a palo
y sentimiento, exteriormente, el gallarote tenía unas pintas de palafostrán que
daba pena. Dijo el demonio que no estaba bien; por aquellos días murió el viejo
sacristán de un pueblo vecino. El pobre había pillao una cagarría por comer
pulpo esfolao en la feria y no habían sido capaces de cortársela. Y hete aquí
al gallarote solicitado por el cura para sacristán. No lo pensó siquiera. Por
mal que estuviera con el cura… Pero en todas partes cuecen habas.
-Señor cura, tanto cocido, tanto
guidado, ¿ cuándo escalzamos un asado?
Bien que el trabajo no le mataba.
Apenas dos toques de campana diaria, a la misa y al rosario, y el trabajo de la
iglesia. El día de Todos los Santos tirar las castañas cocidas desde el
campanario, para que, por cada una que cogiesen, los fieles rezasen un padre
nuestro por las almas de los difuntos. Por la Navidad preparar el nacimiento y
por la fiesta del pueblo atender a la bandeja de las limosnas y a meter en el
saco los lacones y las cachuchas de los ofrecidos. Con la venta de los lacones
y las cachuchas, el cura atendía las necesidades de la iglesia… No, el trabajo
no le mataba, pero, de no usarlo en condiciones, el estómago iba criando mifo.
Y llegó el día de la fiesta del pueblo una vez más. Y una vez más el sacristán
pensó que de cocidos y guisados estaba hasta la coronilla. ¡ Con lo grande que
era afilar los dientes en un buen trozo de carne, acompañado de una botella de
alpiste para ayudarlo a guliparse! Pensando, pensando, le vino a la memoria su
tiempo de pastor. Aquella era la mejor solución. Pero, claro, tenía que contar
con la aprobación del cura. En principio, éste, se opuso terminantemente;
aquello era ir contra los mandamientos de la Ley de Dios. El sacristán fue
convenciéndole poco a poco de que podía ir contra los mandamientos de la Ley de
Dios, pero no iba contra la de sus estómagos y que lo que hacer por la vida no
puede ser castigado. Dios no quiere cosas imposibles… Por primera vez en los
años que llevaba entre ellos, los fieles se extrañaron que el sacristán no
estuviera para ayudar a misa. El cura iba oficiando ayudado por un paizuquín y
ya se había vuelto con lo de “Dominus voviscum” al menos media docena de veces,
cuando al fin se le iluminó el rostro al ver aparecer al sacristán al fondo de
la iglesia. Si extrañeza les había causado a los fieles no ver al sacristán al
comienzo de la misa, mucho más les causó al verlo casi al final . Y la
extrañeza aumentó hasta límites insospechados, cuando el cura comenzó a
preguntarle en un extraño latín:
-Vos que fuches e viñeches, ¿ e qué
foi ou trouxeches, trouxeches mé ou mea?
El sacristán con una voz de difunto
-Truxen mea
El cura entonces, pasó una mano por
los labios y continuó:
-Dile a María la nostra que la mitad
la ponga frita, la otra mitad la coza con sal y pimentoiro, in secula seculoro.
En principio, los fieles quedaron
atónitos, pero poco a poco comenzaron a reaccionar y comenzaron a sacar
conclusiones.
-Debe ser una nova clase de misa.
Pero ese de mé a mea non o entendo.
Lo entenderían siete días más tarde
cuando de nuevo apareció el sacristán casi al final de la misa y el cura volvió
a preguntar:
-Vos que fuches e vineches, ¿e que
foi ou que trouxeches, trouxeches mé ou mea?
El sacristán con voz de difunto,
contestó:
-Non trouxen nin mé nin mea: viñeron
os pastouracos e deron de palacos en corpos meos.
El cura hizo gesto de resignación y
continuó:
-Mas vos non perdices nada; quen
perdimos fumos nos. Vaya po lo amor de Dios´
Cojo, manco y descalabrado, el
sacristán tuvo que escapar del pueblo huyendo de las iras de los pastores… Otra
vez el estómago de acordeón. Tiempo
andando se unió a un quinteto musical dando fungueirazos al bombo. Fue sólo por
una vez y para suplir la falta del “bombista” efectivo que había enfermado. En
las fiestas eran corrientes las galloufadas, por eso no se sorprendió cuando la
encargada de darles de comer por orden de la comisión le preguntó:
-Usted qué quiere. ¿chuletas, lacón,
pollo o tortilla de perdiz?
Con un río de saliva escapándosele
por la barbilla el sacristán sólo pudo decir:
-Todo remesturado, todo remesturado…
Secundino, Adolfo Castelao, Gilberto N.Ursinos y Alberto
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