miércoles, 31 de diciembre de 2014

"PUENTE DE REY Y EL AÑO VIEJO DE PAJA" por Gilberto Núñez Ursinos





PUENTE DE REY Y EL AÑO VIEJO DE PAJA
A Puente de Rey se iba por una estrecha carretera que, partiendo de Villafranca, serpenteaba entre castaños y encinas. Se le había dado en llamar “La celestina de grava”. Algunos matrimonios que se celebraban en la villa se debían a paseos por ella en las horas vesperales.
--Son cosas del cambio de temperatura—decía la gente en tales casos.
A mitad del camino se veía una cantera de piedra. En aquel lugar los desocupados tomaban el sol en las tardes otoñales. Había un sinfín de nombres grabados en la peña algunos con curiosos recuerdos. La acción demoledora del pico y de la dinamita hacían que fuesen desapareciendo, poco a poco, como un eco, como un paso de viento sin sentido… Por encima de las peñas, como una corona de verdor, había un matorral de encinas. Se le llamaba “el matorral del señorito”. Al parecer, entre aquellas encinas un señorito había abusado de una doncella de clase humilde… Puente de Rey era uno de los primeros pueblos del Bierzo en ofrecer el nuevo “gutin”. Las uvas criadas en los “calangros” eran casi las primeras en madurar de la zona. Era un vino ligero pero con una “aguja” que lo hacía sabroso al paladar, y a la fuerza de vasos, pesado vecino de la cabeza. Para “prepararle la cama” estaban los nuevos chorizos, los magostos y las nueces con pan moreno…
El bar de Puente de Rey era chiquito, como una representación de espíritu del pueblo. En él, los clientes, jugaban a las cartas. Discutían las jugadas en voz alta y no faltaban palabrotas ni gestos procaces.
El olor a estiércol de las cuadras y montoneras cercanas se confundía con otros mil olores  entre los que era posible que estuviese el de la caca de los niños hecha en cualquier sitio no muy lejano del bar. Las cajas de cerveza se amontonaban a la buena de Dios. Y en verano las moscas tenían asegurado el paraíso. Tomaban las mesas por asalto y llenaban de puntitos negros todo lo que a la vista se extendía.
Las moscas y las avispas constituían por veces una distracción para la clientela. Se las atrapaba ahuecando la mano  y deslizándola por la superficie mugrienta de las tablas. Ya en poder de uno, se echaba mano de una pajita de centeno larga y delgada. Se les introducía por la parte posterior y se les mandaba “ a la siega”. Los pobres animales pocas veces volaban más de un par de metros. Al pronto caían en barrena, algunas ya muertas; otras aleteaban un poquito; las menos conseguían remontar el vuelo y huir… Cruzando la carretera y subiendo por un camino de cabras se llegaba a la cantina. Tenía un patio a la entrada cercado por piedras. En un ángulo, no importa cual, no era difícil ver una pila de leña de encina. Un poco más allá, un “feixe” de “xestas” para encender la lumbre. Casi pegadas a las piedras del cercado, en la parte inferior del patio, crecían dos higueras. Justo al lado de ellas, la cantinera solía colocar unos rústicos bancos en las tardes otoñales para que los clientes tomasen el sol. Grandes piedras desperdigadas aquí y allá servían para poner sobre ellas los jarros de vino. Si Puente de Rey era uno de los primeros pueblos en ofrecer el vino nuevo, la cantinera era casi la primera que tenía el cubeto para “espumar”. Para hacerle perder “la virginidad al riscal” presentaba –al contrario que otros—un plato viejo de porcelana, cortados a trozos y acompañados de trozos de jamón, los chorizos viejos a los que, los clientes de Villafranca llamaban “los billardos”.  Con pan de centeno resultaban estupendos y animaban a beber. La cantinera era una mujer “pachota” que en su juventud debía haber sido una real moza. Cubría su cabeza con un “pano” negro. Negro era también el resto de la vestimenta. Calzaba una galochas con herrajes de goma y clavillo fino. Tenía como cliente habitual a un hombrecillo de mirada pícara y expresión desangelada que acostumbraba a sentarse sobre una piedra a la entrada de la cantina. Se llamaba Tío Rafael, pero los amigos le llamaban Frasquito.
Había estudiado para cura en su juventud, pero los latines no eran lo suyo. Había dejado el seminario por la manigua. Allá, además de cortar caña y recoger lúpulo, había aprendido a bailar la rumba. Pero tampoco la manigua era lo suyo. Lo suyo le faltaba. La hondura de lo suyo…¡Si lo miramos con amor, qué hondo y qué nuestro es el recuerdo…! Había vuelto a su pueblín. Se había casado. Había tenido hijos. Pero… Por veces sus amigos o vecinos le veían con la mirada congelada y fija en un cerezo que se veía sobre la cerca del patio. Lucía una serie de raíces  que aparecían sobre tierra en una extensión de varios metros. Eran gordas y se repartían en distintas direcciones. Seguramente la mayoría de ellas estaba minada por el gusano blanco. Seguramente también, estaría medio seca. El viejo árbol se sostenía sin embargo. Era casi un milagro. Algo que había resistido, pese a todo, el paso de los años. Las raíces desaparecían de pronto bajo tierra. Parecían topos a los que se les hubiese cazado y se hubiese dejado de nuevo en libertad. Penetraba en la tierra a toda prisa, temerosas, a ciegas… Otras veces le veían fijar la vista en los corredores de madera donde el tiempo permanecía congelado. Los años y el humo les habían dado un color de pergamino oscuro por el que danzaba la polilla de las ranuras. A algunos daban las higueras de las casas vecinas. A otros casi daba la mano el cucurucho de los hórreos. A otros, pero menos, se asomaban los canalones de uralita. Ay, pero aquello o había traido la emigración. La mayoría de los tejados de Puente de Rey eran de pizarra burda y mal recortada, traída de la cantera de San Pedro de Olleros o sacada en la del pueblo a las orillas del río. La emigración había traído la uralita y un tiempo nuevo. Hasta entonces el pueblo había sido un siervo del poderoso señor de la villa. Para él eran las primicias de las huertas, de los frutales, de las matanzas. De alguna manera el bracero tenía que asegurar el mísero apoyo del mísero jornal equivalente al precio de un cántaro de vino. La amanecida le pillaba en las viñas – poda, excava, cava, azufra, sulfata, vendimia…
Y en las viñas se hacía “noche pecha”. Por todo alimento había llevado un mendrugo de pan moreno, un puñado de castañas secas cocidas y un trozo de tocino. Menú que tenía que ser repartido para tres comidas: la de “el pan”, a las diez; la del mediodía y la que restaba, para la merienda, antes de rezar “las oraciones”.
La costumbre de rezar “las oraciones” en medio y al final de la jornada, había sido impuesta por el señor para dar gracias a Dios porque otro día había transcurrido sin calamidades ni injusticias…
Pocas eran las veces que Frasquito no tenía la mirada como una losa sepulcral. Una de ellas era cuando llegaban los emigrantes. Entonces parecía como si un diminuto rayo de luz volviese a sus ojillos para infundirles un poco de vida. La llegada de los emigrantes solía centrarse en los días cercanos a las navidades.


De Suiza, de Francia, de Alemania; un os en coche propio, otros en tren hasta la villa, algunos en taxi alquilado, aparecían en el pueblo con sus pesadas maletas, sus cajas de mantecadas de Astorga, sus abigarrados chaquetones, sus llamativas camisas, sus botas o zapatos a la última moda… Y sus francos o marcos y sus palabritas aprendidas en el país al que habían emigrado.
Llegaban con ansia de comer el pulpo de la Nochebuena, lo que el pote sudaba el día de Navidad, a “prender con rosquillas y caramelos a los manueles”, y sobre todo, a tragar las doce uvas y a “ quemarle el culo al Año Viejo de Paja…”
Era este un enorme muñeco confeccionado con paja de las medas de todos los vecinos. Constituían su armazón dos “galleiros” cruzados y atados con alambre o cuerdas de pita. Colgado por el cuello de una cuerda que estaba atada al punto superior de un palo alto, se exponía en medio del pueblo a las miradas curiosas durante el día último del año.
Al atardecer potentes bombazos daban la bienvenida a los gaiteros. Venían estos de Dragonte o  Soutelo y cuando tenían el buche abarrotado de “mañiza” salían a dar el recorrido musical por todo el pueblo.
Al reclamo de la bombas bajaban los mozos de Landoiro. En Puente de Rey tenían todos “casa de orden”. No faltaban visitantes de la villa a la “golusmia” del “riscal” y de los “chorizos aborrallados”. Ya la andorga llena comenzaba el baile.
Un carro al que se había puesto en horizontal y añadido unas tablas con unos caballetes por debajo, hacía las veces de templete. Sobre él, los gaiteros daban al aire las notas de jotas y “muiñeiras” amén de las de “La casita de papel” que había estrenado en la villa “La Orquesta Novedades” y que estaba de moda en aquel entonces.
Las mozas animaban los bailes con su natural desenfado y sano. Pero, precisamente a las mozas, se debía el que algún año viejo quedase sin quemar. Un forastero con éxito y uno del pueblo celoso, era suficiente para que los bailadores se dividiesen en dos bandos. Primero habían sido palabras. Luego, se habían ido a las manos. Más tarde, no se sabía como, habían hecho aparición las cachas y los astiles de las azadas. Quizás alguna navaja había puesto a la contienda una rúbrica de sangre…
Cuando estos casos no ocurrían  y el baile seguía un ritmo normal, se llegaba a las doce de la noche con el deseo de ver como le ardían “las galochas al chusmio del Año Viejo.”
Frasquito era el encargado de ponerle fuego. Con una “facha” atada a la punta de un “estadullo”, se acercaba al muñeco. El momento tenía algo de solemne en su silencio. De pronto los gaiteros entonaban el himno nacional y Frasquito acercaba la “facha” al muñeco. En pocos momentos era presa de las llamas. Entonces el año viejo era despedido a voz de grito:
--Vete y no vuelvas, chupalámparas del demonio.
--Piérdete, can.
--Bruxo, bruxo, queimate como nos queimache.
Cuando del muñeco no quedaban sino los “galleiros” humeantes y un débil rescoldo de paja, surjía un “chiringuitear” de botas apuntando a los restos del año ido. Los gaiteros volvían a  su función suspendida por unos momentos. Los niños y las viejas danzaban en torno al palo  sin temor a las “buxenas” que de vez en cuando se desprendían de los restos del muñeco. Frasquito había lanzado también su “chirigito” y se había atizado luego un trago de camello.
--Porque el Nuevo Año que llega sea mejor para todos—había dicho casi en un hilo de voz. Un extraño desasosiego le hizo comenzar a bailar  la rumba. Los mozos le hicieron corro. Las mozas comenzaron a aplaudirle.
--Anda, negro, esa cintura sirvió de modelo a más de un escultor.
 Entre aplausos, entre risas, entre aquella música que “le demandaba el potro”, el Tío Rafael estaba sin duda alguna en lo hondo de lo suyo… 



         
                                             

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