sábado, 14 de marzo de 2015

"EL COMPOSTOR" por Gilberto Núñez Ursinos



EL COMPOSTOR


La penuria une a los hombres y la prosperidad los separa. Así era la sencilla conclusión que resumía el conjunto de experiencias de su vida. El compostor solo tenía que asomarse al recuerdo. De las excursiones por los campos del mismo, volvía con una sonrisa que escapaba a los límites de lo humano para cobrar naturaleza angélica. Su bondad no sólo había sido inmensa, sino que había quedado justificada. Y cuando un hombre se justifica ante sí mismo, abre las puertas del paraíso.
--Nada, que no quiero nada. Los vecinos estamos para eso: para ayudarnos. Ya Dios avendrá quien nos mantendrá.
Por aquel entonces, los buenos deseos de los hombres podían ser muy grandes, pero los recursos eran muy pequeños. El vecino se iba con un “Gracias hombre, ya sabes donde estamos, para lo que necesites”. Para lo mismo se ofrecía el compostor , porque sabía  que los vecinos no olvidaban los favores que se les hacía. Así correspondía el amor al amor cuando el amor era un amor verdadero:
El compostor, el pobre no me quiso cobrar nada. Hay que mandarle algo para los pequeños.
No importaba que aquel algo fuesen los anacos de la asadura, lomo y sangrecilla, cuando los vecinos mataban antes. No importaba que fuese un saqueto de garbanzos o una cesta de fruta. Lo que verdaderamente importaba para el compostor era la verdadera causa que lo movía. Poder decir en paz que se había sentado a la puerta de su casa a ver pasar las nubes… Los pequeños del compostor eran sus nietecillos. Un rebaño de galafatos que le zumbaba la pandereta. Eran su orgullo y su tormento. Porque entre ellos los había para todos los gustos: traviesos, que le ataban al gato un bote en la cola y le hacían correr por toda la casa; llorones, que solo estaban a gusto en su colo; quejicas, que por un quítame allá esas pajas, se ponían a patalear con desenfreno; y los que iban para hombreciños. Estos eran con los que el abuelo estaba más a gusto. Y con los que se desahogaba, poniéndoles acertijos y contándoles cuentos.
--Siete redondiños y un redondón, un saca y mete y un quita y pon.
Los más listos ya sabían la solución; porque el abuelo, como el cuco, se repetía en aquellas cosas. Por lo regular era uno de los mayores el que contestaba:
--Un hombre chiquitín, arrimado a una pared, con el pinganillo fuera, engañando a una mujer.
Aquello ya lo sabía hasta  el gato: era el candil. En vista de que ya le iban acertando todos los que ponía, el abuelo dejaba los acertijos y se ponía a contar cuentos.
El que más gustaba a los nietos era el de la ciudad de Alcaparra. El abuelo situaba dicha ciudad en lo que hoy son las cortadas de la Leitosa. Cuando Cristo andaba por el mundo, había llegado a aquella ciudad y había pedido posada. El hombre de la casa se había apresurado a admitir al caminante y a ofrecerle agua y vino. El agua para lavar los pies  y el vino para que quitase la sed del viaje. La mujer, que era una moruga, no vió aquello con buenos ojos y cuando le ofreció la cena al caminante lo había hecho en la conca del perro, que estaba sucia y rota. Era tradicional que todos los huéspedes durmiesen en la cocina sobre unas mañizas de paja que se cubrían con una manta y dejando otra para cubrir el cuerpo. Pero aquella mujer ruin no quiso que el caminante durmiese en la cocina y mucho menos en molestarse en prepararle el lecho de paja. “Que duerma en la cuadra, en la fieita del molido”. El marido protestó: “Mujer, es un ser humano como nosotros”. Pero de nada valió; Cristo tuvo que dormir en la fieita sin mantas ni nada. Por un malo castiga Dios a su pueblo. A la mañana siguiente, Cristo mando al hombre que se alejase y que no volviese la vista atrás oyese lo que oyese. El hombre obedeció, y aún no bien había desaparecido de su vista, cuando Cristo pronunció estas palabras:
--Ciudad de Alcaparra, hombre bueno, mujer mala, cama de fieita, conca rachada. Levántate, tierra, que Dios te lo manda.
Y al momento la tierra se levantó y sepultó la ciudad. El abuelo remataba el cuento con la siguiente moraleja: “Por eso, hay que ser buenos, y cuanto más pobres, más buenos; que no hay cosa mejor que querer y ser queridos, eso es lo que se compone todo, ¿ entendísteis?”. Los nietos decían que sí, y el abuelo sentía rebosar de alegría su espíritu niño de hombre bueno. De aquel encantador clima familiar venía casi siempre a sacarlo un golpear de nudillos sobre la puerta de entrada. Un nietecillo se adelantaba a abrir y volvía corriendo a avisar al abuelo:
--Abuelo, un avenido.
Lo que quería decir que un cliente de la montaña venía a arreglarse. Porque los clientes de la montaña eran los avenidos y los de la villa los clientes pobres. El abuelo se acercaba a la puerta y mandaba pasar al cliente a la salita de composturas. Si se trataba de una rotura de brazo, astillación  o dislocación de un pie, etc, la cosa no tenía casi ceremonial. Eran arreglos sencillos: un tironcito por aquí, una friega por allí, un mareo a veces, otras un grito de dolor que hacía reir a los nietos en la cocina, donde el abuelo los confinaba en tales ocasiones.
El abuelo ya empezó con el tormento chino.
Pocas cosas más: una venda del cinco por cinco, y, si acaso, la recomendación de poner fomentos de vinagre para que comiesen los derrames o cataplasmas para que ejecutasen no sé qué función. Otra cosa era cuando el cliente estaba destorcido. Entonces el ceremonial era de garabatillo. El cliente tenía que sentarse sobre una alfombra y estirar las piernas hasta formar un ángulo recto. El compostor le empotraba las rodillas en los riñones y le pedía una mano, después la otra, le estiraba los dedos y trataba de que ambas manos se nivelasen, si así no era, y el desnivel era manifiesto, el compostor lanzaba un silbido:
--Estás como una carraca. Tienes por lo menos tres sartas. Seguramente vienes deguiriendo desde hace tiempo; algún peso que cogiste en mala postura.
Preguntaba luego si quería arreglar aquel mismo día o prefería hacerlo cuando mejor le acomodase. Si el cliente estaba en época de trabajo, solía retrasar la compostura, pero si el trabajo no urgía, el cliente prefería hacerlo cuanto antes mejor. Entonces el compostor le espetaba:
--Vete a la farmacia del Doctor… y le dices de mi parte que te de un duro de bizma y vendas para bizmar, aquí los parches no valen. Bueno, el ya sabe… Cuando el cliente volvía con el encargo, el compostor preparaba la bizma en una cazuela en la cocina. Y cuando el pegote ya estaba listo, pasaba a la salita a componer al cliente.
Ante los retortijones que el compostor le daba, los clientes reaccionaban de mil maneras, pero, eso sí, imperaban los de las palabrotas.
A veces, tenía que prolongar un poco su trabajo de compostura; entonces decía al cliente que había costado caro que saltasen las sartas, porque, seguramente, habían criado garo. Cuando las manos ya nivelaban, el cliente se despojaba de la camisa y la camiseta y el compostor le empaquetaba el emplasto de bizma. Luego, lo enfajaba. Asunto concluido. Llegaba el momento del cobro que requería una sicología especial, porque los pueblerinos eran unos chusmios que si entregaban una perra les parecía que entregaban el alma. Pero el compostor sabía quien podía pagar y quien no, por la ropa interior que llevaba. Este era de buena casa. Este era de mala. Este llevaba calzoncillos y camiseta de felpa. Este otro ni camiseta ni calzoncillos, o de muy baja calidad.
--Pobre debe de estar como las arañas.

Y no le cobraba. Aunque, eso sí, precisamente a estos que no cobraba, les debía el arreglo de la casa durante los años de posguerra. No le habían faltado, no, el mendrugo de pan moreno, las patatas, los trozos de cachucha, el tocino etc.     



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