EL BOTILLO DE SANTO
TIRSO Y OTROS RELATOS
Primero habían sido los nueve
días de nieblas, que, al final, se habían vuelto “meonas”. Luego, una semana de
heladas “negras”, que habían curtido hasta las peñas. A continuación fue el
“birujillo”. A renglón seguido el “biruje”. Y comenzó a “selfar” y a ponerse el
cielo de “panza de burro”. Un gris mazizo fue compañero de hombres, animales y
cosas. Ese gris que penetra por los ojos y recala en el alma. El Bierzo entero
era como una inmensa sinfonía en gris mayor, persistente, aburrida…
--Va a caer
una “nevarada” que se va a hablar a Dios de tú a tú.
Santo Tirso se
acercaba. Y Santo Tirso era amigo de la nieve y los “pinganillos”. Al decir de
las gentes, era también un santo vengativo. Quería que respetaran su día.
Primero había sido un mortal accidente en las obras de un convento. Había
seguido a esto, en los años posteriores, un gran incendio, en una casa en la
que se trabajaba en la bodega. Al correr de los años un herrero que preparaba
unas “calzas” para unas azadas observo que el hierro no se estiraba con los
golpes del martillo, si no que se hacía una pelota. Dejo el trabajo y se fue a
tomar la “parva”. Cuando volvió, el trozo de hierro era una reproducción del
santo. Un portador irreverente de la imagen, en la procesión tuvo la osadía de
asegurar que el santo tenía pintas de torero. Como castigo, la sierra se había
desprendido de manos de la imagen y le había producido una gran herida en la
cabeza. El portador tuvo que estar representando el papel de “mojamé” de segunda mano durante algún tiempo…
Desde entonces
el día de Santo Tirso se respetaba. Y cuando llegaba con buen pie, además de a
fervor, a nieve y a descanso, olía a
“ragua” de lumbre y a botillo…
Pollo, Paya,
Pillo sabía de sobra como respiraba el tiempo cuando Santo Tirso estaba a la
vista. Y sabía que, para completar la conformidad de los humildes, solo cuatro
cosas hacían falta:
Cocho morto,
patacas na bodega, viño no cubeto e ragua de lume.
Con ello las
malhadadas brujas, las brujas de la infelicidad, se largarían de la casa.
--Bruxas fora—
Pero siempre
falta algo para ser feliz. Y a él le faltaba leña. Mucha leña para avivar el
fuego. Porque el fuego es media vida en el hogar del humilde.
--A media
comida y a media bebida, pero a fuego entero. Sin fuego que nos caliente no sé
qué iba a ser de nosotros. Qué gran cosa es el fuego…
Por ello,
llevaba unos días acarreando leña. Grandes
“rachones” de castaño bravo, secos como huesos, del castañar de los
Albaredos.
Era este un
lugar perdido en la falda de uno de los montes muy cercanos a la villa. Había
que almorzar de “tenedor” para subir de
vacío la cuesta que a él conducía. Y había que volver a hacerlo, y de
“entrehebrudo”, para subir después cargados hasta la cima del monte. Pero esto
no era obstáculo para que los leñadores se vieran a menudo por aquellos pagos.
Casi a un tiro de piedra, estaban las cascadas. El sitio era muy frecuentado en
verano, cosa que no agradaba demasiado a los dueños de los pradecillos cercanos,
porque algunas parejas de visitantes se tiraban
a “revolcallones” y estropeaban la hierba. El reguero de Landoiro había
hecho con paciencia de artista una obra de arte en el lugar… Al otro lado del reguero, frente a los
Albaredos, se hallaban las Traviesas. Los leñadores del barrio de los Tejedores
hacían en este monte acopio de leña menuda, uces, carrascas de encinas, estepa,
“garrochas”…
--Ya van los
lobitos al monte—
Tampoco los de
los Tejedores ignoraban como respiraba el tiempo cuando Santo Tirso se
acercaba.
--Ya llega el
tiempo de los tres hermanos: hambre, mocos y frío en las manos—
Y como el
cerdo ya estaba colgado, las patas en la bodega, para algunos, el vino en el
cubeto, buscaban lo que les faltaba: leña.
--Con la casa
llena como un botillo , no hay invierno malo—
Con un trozo
de pan para ir “mougando” por el camino, unas castañas cocidas, unas “torrexas”
o unos “feixos”, se adelantaban a la salida del sol en el monte. Llevaban una
chaqueta vieja o un saco para “molido”, la cuerda para atar la leña, al hombro.
En la cintura, la “ pedona o podona” que sujetaba el cinturón de cuero, o, en
su defecto, cualquier clase de cordón o cuerda. Algunos llevaban claveteados
zuecos, otros, un par de zapatos gastados y abiertos por la puntera. La
mayoría, zapatillas o alpargatas, que escasamente resistirían el camino de ida y a la vuelta habrían de
ser sujetadas con “viortos” de xesta o “corriza”. Ya en el monte, cortaban,
acarreaban, buscaban por aquí y por allá hasta que tenían bastante leña para el
haz. Entonces, extendían sus cuerdas de pita
o lías en el suelo, como a medio metro una de otra. Ponían unos
“cantroxos” a unas “uces”, quizás alguna “xesta” encima para hacer la cabecera.
La demás leña a continuación. Primero lo menudo, luego lo más gordo, casi con
ritmo de exigencia vital. Finalmente ataban las haces y les daban vuelta.
Preparan bien la cabecera con un relleno de “fieitas”. Era el momento de fumar
el pitillo de “hebra”. Un rato de descanso y a continuación, en camino hasta la
primera “posa”. Era ésta la del Pontón. Cerca de la “posa” estaba la fuente de
sabrosa agua. Un poco más lejos los
castaños del reguero. A veces se detenían un rato a rebuscar las castañas,
especie de aperitivo que, si no llenaba, engañaba el estómago. Otras hacían la
parada menos larga y el rebusco lo hacían en la próxima “posa”: La Cruz. En
este lugar se bifurcaba el camino que venía de la villa. Un ramal llevaba a
Landoiro y a los montes. El otro, a los pozos del río y a la toma de una presa
de agua.
Pollo Payo
Pillo les veía alejarse con un desprecio casi olímpico. A él no le interesaba
la leña menuda.
--Nada de
menudencias. Nada de detalles menudos. A mi “rachones” de “carajo de pantalón”.
Donde hay “cangos” se hacen astillas. Hay que terminar con la pequeñez, con las
viejas costumbres. Algo tiene que morir para que algo nazca.—
Suele suceder
en los pueblos que, las palabras mal dichas o dichas con gracia, queden como
apodo del que las dice. Eso le había pasado a Pollo Payo Pillo. En su juventud
había ido a cerezas con tres compañeros. El cerezo era enorme y estaba rodeado
de zarzas para impedir la subida. Los tres compañeros habían conseguido subir
por una rama y se estaban dando la “gran hinchenta”. El había quedado abajo
para vigilar. Por entre las hojas se oía el caer de los huesos. De tarde en tarde
unas cerezas.
--A ver si
tiráis—
Los compañeros
eran unos tipos cachondos y seguían en su devota función sin preocuparse
demasiado de Pollo Payo Pillo.
--A ver si
tiráis—
Tres o cuatro
huesos, una cereza…Ocho, nueve huesos: tres o cuatro cerezas. La paciencia se
le estaba terminando.
--A ver si
tiráis—
Tan llena
tenía la tripa uno de los compañeros que se movió a compasión.
--Abre bien
los brazos. Que no se pierda ninguna---
Los había
abierto como si fuese a abrazar a la novia
--Ahí te va—
Acto seguido,
el compañero se había bajado los pantalones…
Pero Pollo
Payo Pillo era también un coneras. Y a regalo de mala uva, regalo de mal
vinagre. Saco una caja de mixtos y le puso fuego a las zarzas…
--Carajillo la
vela este pollo--. Tomarme a mí por payo. Pues a pillo no me las das.
Resumiendo: el cerezo había parecido la hoguera de Santo Tirso; el guarda de la
finca había aparecido con una “forquita” como símbolo de todo menos del bien
hablar; el perro se había quedado con casi la parte trasera del pantalón de
uno; otro había partido un brazo; y el tercero había llevado unos “inflaquidos”
que por quince días había tenido que guardar cama. Casi otro tanto tiempo había
tenido que permanecer Pollo Payo Pillo en casa sin salir, hasta que se calmaron
los ánimos, por miedo a las represalias…
Había heredado
el temperamento de su abuela. Una altura de orgullo que sobrepasaba las más
altas cimas.
Un rebaño de
ovejas y cabras pacía en la falda del monte. Más abajo, por una “rodera”, un
par de “garruchas” tiraban por un carro de raíces de roble…
--Ya caen
“babuxas”. Es el aliento de Santo Tirso.
Con el haz de
“rachones” a cuestas emprendió el camino de retorno al hogar. Una gran “ragua”
de lumbre en la “lareira”; la galocha cociendo en el pote, el onomatopéyico
chirriii, chuirriii de los chorizos al ser fritos para hacer “las diez”, en vez
del clo, clo, del caldo o la sopa; el jarro de vino al lado y los copos cayendo
fuera.
--Que nieve—
Era el día de
Santo Tirso. Y el día de Santo Tirso “se quitaba la barriga del mal año”. Un
puñado de bertones, esperaba el momento de ser echado al pote, naufragando en
una cazuela de “ perigüela”. La abuela pelaba los “cachelos”. Sobre un paño en
el escaño, tenía unos piques de espinazo y unos chorizos. Bruaba el pote.
Sudaba el pote. El pote estaba lleno de devoción. En él se cocía el Bierzo. Con
él soñaba el Bierzo. Por él laboraba él Bierzo… La galocha, los piques, los
chorizos, los bertones, los “cachelos”… La felicidad en un conjunto de cosas. Y
la “ragua” de lumbre. Sobre todo eso: la “ragua” de lumbre. La “raguaaa”…Rara
era la casa que no tenía invitados. Los ofrecidos: cojos, mancos y
descalabrados, bajaban con su fervor y a su fiesta.
--Echale leña
al fuego que no se pasme la galocha.
La “galocha”
era el estómago del cerdo en el que se habían metido las mejores costillas, los
mejores pellejos y más tiernos, y en algunas casas, unos trozos de solomillo,
para que todo no fuera chupar, chupar…
Era el botillo
de Santo Tirso y había que cocerlo bien. Fuego al pote. Fuego.Fuegooo…De vez en
cuando la abuela pinchaba el botillo con un tenedor. Cuando al fin se obsevaba
que ya “iba estando”, echaba los “cachelos”, los chorizos, los piques de
espinazo y los bertones. Primero el espinazo, al poco rato,los chorizos y los
bertones, y al final los “cachelos”. Cuando juzgaba que estaban cocidos,
escurría el pote en la cazuela de “perigüela”. Desmenuzaba el botillo en una
fuente de porcelana. Y luego preparaba el cazuelón. Era este una enorme cazuela
de barro destinada a los días solemnes. Cazuela redonda, sin platos ni
tonterías. Los “cachelos” y los bertones quedaban por abajo y la “carnufia” por
arriba.
--Dios bendiga
esta fuentada de la que va a quedar poco o nada.
Los comensales
solían tener “buen saque” y pronto se tocaba a fondo. Venían entonces los
cumplidos. Pero la fiesta, como últimas líneas de una estampa costumbrista,
tenía que tener su remate de humor. Un invitado trataba de masticar un pellejo
que cada vez se ponía más duro. Los otros le dejaban hacer y se reían. Cosas de
la abuela. ¡Además de los pellejos, las costillas, los trozos de solomillo,
había metido en la “galocha” un trozo del meón del cerdo!.
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