--Y que se levanten los panaderos
a las 6 de la mañana para daros pan.
El clarinazo hizo que el
compañero de juego bajase los ojos al suelo.
El profesor estaba en su cátedra.
Y lo primero que se veía cuando el profesor estaba en su cátedra, eran unas
espirales de humo de un buen habano, un café cortado y una copa de aguardiente
a la que él llamaba jocosamente “ champán de hortelano”.
--Siempre aparece un zapato a la
medida, por si no lo sabías. Debiste fallar.
El Profesor era muy dado a
discutir las jugadas en voz alta. Y su voz, desparramándose por el reducido
local del bar tenia todas las características de un trueno.
--Y pensar que tu eres mi
discípulo más amado. Si hubieses arrastrado.
Era un hombre corpulento de
mirada dulce y expresión beatífica. Y era, sobre todo, la democracia
personificada.
--¿ Es que no hay partida? A ver,
tú, ponte ahí.
Y cuando el bracero o el
comerciante se sentaban como compañeros de partida, el Profesor lucía una cara
alegre.
--¡Qué más da! Si todos los
jugadores tienen primos.
Pero cuando “los discípulos
amados” no aparecían por culpa de sus ocupaciones, el Profesor se veía triste,
como fuera de un ambiente que a la fuerza de cotidiano había tomado la
naturaleza de familiar.
Fue una tarde oscura en lluvia
cansada cuando conocí al Profesor. Una de tantas tardes grises que pasan sin
sentido, como un correr de agua.
--Niña, trae un sacacorchos.
La camarera le llevo a los pocos
momentos un barrilito de anuncio con unos escarbadientes.
--Menuda lluvia. Y yo tenía que
sembrar el azafrán.
El Profesor miraba a la calle mal
cementada por la que una pequeña corriente de agua se perdía arrastrando
algunas pequeñas piedrecitas.
--Así es la vida. Cuesta abajo
siempre cuesta abajo.
Lanzo una bocanada de humo. Tomó
luego un poco de café.
--Ay, estos tragos son solo para
mí.
El compañero comenzó a dar las
cartas. La lluvia seguía, monótona, triste, como un sentimiento de tiempo perdido…
--Aquí no hay nada—dijo el
Profesor enseñando las cartas.
Los otros miraron.
--Ni aquí tampoco—y se bebió un
trago del contenido de la copa.
En la mesa cercana jugaban los
“compadres”. Eran unos tipos la mar de graciosos. Se hacían las trampas que
podían y el que ganaba tenía que pagar las consumiciones.
--Oye, ya van tres veces que me
fallas con el dos de triunfo.
--Te equivocas.
--¿ Cómo que me equivoco, a ver
si crees que vendo lotería de los ciegos?
--Te equivocas, ya van cuatro
veces.
El Profesor se echó a reír. Miró
hacia los dos compadres.
--Sobre todo legalité, pero
legalité, legalité—recomendó.
Los dos compadres siguieron
jugando. El Profesor contó las cartas.
--Mala suerte—Me miró. Vió que me
interesaba en el juego, o más bien en la manera de llevar la partida.
¿ Qué quiere? A mal tiempo buena
cara. Menos mal que aquí está la cátedra del naipe. Y, eso si, sobre todo
compañerismo. Aquí todos somos de casa. Ya ve usted: un carnicero, un panadero,
un hortelano, un vinatero…Lo mejor de cada familia:
Me sonreí. El compañero del
Profesor repartía cartas.
--Los pequeños pueblos son
infiernos grandes. Hay que buscarse compensaciones por pequeñas que éstas sean.
La lluvia no cesaba de caer con
un sonido de palabras dichas y redichas. Siempre nueva y siempre vieja. Monotonía.
--Fallo. Arrastro y a entregarse
al moro. ¿Qué os creíais?
Y el Profesor miro sus manos.
--Manos suaves, lumínicas,
sapientes.
Entró el cartero. Dejó el
periódico sobre el mostrador. Un perrillo al que llamaban “el viejo Lex” vino a
acostarse al lado de la estufa.
Cuando el perro se pone a la
lumbre, o es viejo o hace frio. Como el
perro no es viejo. Paso un camión cargado de cerezos.
--Parece que los del Bierzo arrean a plantar. Claro,
como da más la cereza que la viña.
Una mariposa revolaba cercana a
la luz.
-- Alguien va a tener carta mañana.
Tarde oscura en gris cansado, en
lluvia cansada, en palabra cansada… Un nuevo cliente.
--¿Lo de siempre?
--Si, claro, lo de siempre.
Efectivamente, lo de siempre.
Cuando Salí del bar, del caño roto me llegó una ducha de agua. Tarde otoñal
berciana en lluvia cansada.
villafrancadelbierzodigital