EL MESÓN DEL JUBILEO
Xoooo, Pintoooo—
El Mesón del Jubileo contaba como
parada obligatoria en el recorrido de las diligencias portadoras del correo.
Era un edificio de forma alargada; con amplias puertas carretales, anteriores o
posteriores, según el recorrido fuese de Castilla a Galicia o de Galicia a
Castilla. Gozaba la vecindad de la carretera general; tan solo unos metros de
desviaciones. Desviaciones que permitían: una, la entrada en el Mesón; la otra,
la salida de nuevo a la carretera. Cercano al lugar de parada de las
diligencias, supliendo al viejo cigoñal, no distante había un pozo con una
larga cadena, una herrumbrosa roldana y un no menos herrumbroso caldero. Al pie
del pozo abrevaban los caballos. Era un desgastado abrevadero de madera de castaño
de grandes dimensiones. Quizás un masero que había sido retirado de las cuadras
por la dificultad de moverlo. Pareciendo salir
de no sé qué extraño mundo de tinieblas en rápida escapada hacia la luz,
una añosa parra había escalado a través de los años los más altos rincones de
la fachada principal.
--Xoooo, Renoveiroooo—
El conductor de la diligencia era
gallego del Caurel. Como tal muy ducho en “estoupar campanos”. Notaba con
prontitud cuando el vino era del Bierzo o de Castilla –más concretamente de la
parte de Zamora--. Vino que los carreteros castellanos transportaban en odres de cuatro o cinco
cántaros. Los del Bierzo por el contrario, lo hacían en cubas. Con la cuba o el
odre, colgada de uno de los “estadullos” de los carros iba siempre una bota de
cántaro o de tres cañadas. Era el obsequio de los vendedores para que los
carreteros tuvieran provisión de vino durante los tres o cuatro días que solía
durar el viaje…
En aquel entonces, los
carreteros, los arrieros y los conductores de diligencias, se disputaban la
supremacía en los caminos. Los unos transportaban en sus carros tirados de
mulas o caballos, además de vino el aguardiente o el aceite –que también se
portaban en odres--, la harina de trigo, las legumbres en general… Estos eran
los carreteros vía a Galicia. Los gallegos vía a Castilla, transportaban
nueces, castañas secas o verdes, patatas, jamones… Los arrieros, a lomos de sus
caballerías hacían lo propio con la miel – en cántaros de barro--, las
aceitunas—en curiosos barrilitos--, los quesos –en banastas o cajas de
madera--, las sardinas “raposas” en salmuera o los arenques –en banastas
alargadas o cajas redondas de una cuarta de altura aproximadamente--, los
paños, los cacharros negros de portamourisco: jarros, jícaras, tazas, botijos…
Estos últimos tenían la rara propiedad de que, cuanto más “greda” tuvieran por
dentro, tanto mejor hacían el vino… La bodega del Mesón era espaciosa y estaba
bien abastecida. Servía de comedor y por veces de sala de juego. Grandes cubas
sostenidas por “puiles” de roble contenían el tinto, el clarete, el blanco de
más grado y de mejor sabor del Bierzo o de Castilla. Muchos carreteros gallegos
eran aficionados a la ”rasqueta” o al
aguardiente. También de estos había gran provisión. Las excelencias de los vinos
eran el reclamo del mesonero:
--Un trozo de pan de trigo y un
jarro del Mesón, buenos compañeros son--. Como defensor de la fama de los productos gallegos, el del
Caurel contestaría:-- Pero para ir caliente no hay como el aguardiente--. Lo
cual era verdad a medias porque –ya se sabe-- el aguardiente calienta la
cabeza, pero enfría el cuerpo. De las escarpias del techo colgaban los jamones
–en buen número—del año, o años anteriores, los perniles de cecina de ternera,
las cabezas de cerdo, los lacones. Varios sacos, sostenidos por gruesos clavos,
eran el depósito de chorizos… Mesas enormes de castaño, con larguísimos bancos
para sentarse, componían el mobiliario. Sobre un tosco anaquel de roble se veía
una interminable hilera de jarros – los había de portamourisco y de los
corrientes—de diferentes tamaños. Cuando las mesas se habilitaban para el
juego, la dueña del Mesón las cubría con los restos de un cortinón de
terciopelo a manera de tapete. Los peregrinos –abundantes y de abundancia--,
los carreteros, los arrieros, los señores de las haciendas cercanas, los
conductores de diligencias y hasta los clérigos
habían ganado o perdido sobre aquellas mesas copiosas sumas. Más de una
vez había corrido la sangre. Se recordaba como caso especial el de “La Capitana”—que había rajado el
vientre a un jugador tramposo. “La Capitana” entraba también en la disputa por
la supremacía de los caminos. Era una bandolera célebre por sus feroces
instintos. De niña había disputado a un lobo su presa. La hazaña le había
valido el sobrenombre de “ La loba de Grandelonga”—por lo que también se la conocía—era la de haber
hecho injerir toda la manteca hirviendo de una matanza a unos campesinos,
cuando estos se habían negado a entregarle mil reales producto de unas ventas.
También había denunciado a su amante – bandolero igualmente—por celos.
--Sin novedad—inquirió el
mesonero.
--Sin novedad. Muerta “La
Capitana”, los caminos están tranquilos.
Los cantadores de coplas
confirmarían poco tiempo después las palabras del conductor del Caurel. “La
Capitana” había perecido bajo el peso de una tapa de arca de roble cuando
intentaba robar a una comadre recién parida.
--Bien, cuando quieras cenar pasa
a la cocina de la familia. Hay botillo con grelo. –Para llegar a las cocinas
era necesario atravesar los corredores. Eran amplios y cada pocos metros—justo
al lado de los dormitorios había grandes escaños. En ellos abundaban las fechas
y las inscripciones. No faltaban
maceteros ni tiestos. Las cocinas estaban al fondo, casi juntas; solamente las
separaba un cuarto destinado a leñera. Una estaba destinada al servicio de
Mesón. Tenía unos artísticos morrillos –obra de un herrero de Corullón—para
sostener la leña. Envuelto en la ceniza se veía un buje, que, quizás, en las
noches de invierno sería envuelto en trapos y puesto en los pies de la cama de
un viandante friolero. El cobre abunda en franca exhibición ornamental: potas,
cántaros espumaderas, cacerolas… Varias mozas de buen ver—siempre
atracción—atendían las demandas.
… Las garridas del Mesón se vuelvan
en espetera…
La otra cocina era la del refugio
de la abuela –el abuelo había muerto años atrás--. Hogareña; tenía una gran
campana llena de hollín con una hilera de puntas a cada andar. Cuando se hacía
la matanza, servían para colgar de ellas “los
chorizos de los niños”. Eran estos los más pequeños y los que más pronto
curaban. Valían para probar como había resultado el nuevo embutido. También se
colgaban los botillos y las morcillas dulces. Era en este lugar donde la abuela
colgaba el pequeño jarro con los alfonsinos
“chocos”—duros alfonsinos con una ranura por un lado que no sonaban al
ser tirados--. De un hierro, que atravesaba la campana en su punto superior,
descendía una cadena que remataba en un gancho. De ella se colgaba la caldera
–remolacha picada, patatas pequeñas, castañas verdes mondadas y verduras—cuando
los cerdos entraban en la fase final de la ceba. Alrededor del hogar estaban
los escaños de los abuelos. Al calor de la lumbre en las noches invernales, los
viejos daban suelta a su vena de recuerdos. Contaban historias de brujas y
aparecidos. En tal castillo había tres calderas: una de oro, otra de plata y
otra de bronce –no recordaba si era de cobre--. No faltaban anécdotas de su
vida juvenil. El jarro de vino, al que le había añadido azúcar y puesto a
calentar, pasaba de una mano a otra hasta que tenía que llenarse de nuevo. De
un extremo a otro de la cocina se veían unos alambres. Eran el sitio destinado
al mondongo grande. Una viga semioculta por la cal adornaba su longitud con puntas.
Allí se colaban los tocinos y los jamones, los espinazos y las cabezas de los
cerdos. Solía ser este sitio el reservado, también, a los manojos de orégano,
los ramilletes de ajo, a las guindillas de “las dos pes”—por lo que picaban.
Aún con estrellas, los
carreteros, los arrieros o las diligencias se ponían en marcha. Un incesante
ladrar de perros despedía a los viajeros…
¡ Habían llegado de los caminos y
se iban a los caminos. Pronto se limpia. Pronto se aclara. Pronto desaparece…! Aquella
mañana el conductor de la diligencia del
Caurel dijo adiós al Mesón del Jubileo
que quedaba envuelto en llamas. Corría la primera década del siglo actual…
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