PRADAIROS DE
FOMBASALLÁ
Hubo un tiempo en el que cinco
pradairos ( Arce pseudoplatanus ), custodiaban a la ermita de Fombasallá, situada a ocho kilómetros de Paradaseca, y a
una altitud de 1300 metros sobre el
nivel del mar. Hoy se conservan tres,
que guardan en silencio el tiempo, y cada año a mediados de agosto bajo sus
ramas se celebra la romería de Fombasallá.
En ese espacio donde la
naturaleza lo envuelve todo, se acurruca una ermita, tres pradairos que
acicalan sus hojas con el viento, y dos fuentes.
La capilla esta casi a oscuras,
el suelo sembrado de velones rojos que
iluminan a la virgen, el olor a cera se palpa hasta en el silencio.
Salir a la luz del día por la
puerta lateral de la ermita conlleva encorvar la cabeza, ante la presencia
humilde de San Roque y de su perro de plástico. Un pórtico, cubre la entrada
principal, con dos ventanales para
diminutas campanas de quita y pon. En la campa, la hierba se mantiene siempre
verde, y era donde se mantenía la costumbre de mantear a los que subían por primera vez a
la romería.
Los más dóciles, se tumbaban en
la manta con resignación, los más audaces, deambulaban por el laberinto natural
de la campa, escondiendo su miedo como un mal sueño, hasta que alguien haciendo
un gesto con la cabeza los delataba, y unas manos alarmantes los reducían hasta
conducirlos a la manta, donde quedaban atrapados como una mosca en una tela de
araña, contemplando un montón de manos que lo rodean, nadie conoce el miedo tan
cerca, y con unos pasos serenos se acerca
el señor Juan con un caldero en una mano y en la otra un manojo de helechos, y
como en un ritual con toda la sutileza del mundo introduce los helechos sobre
el agua depositada en el caldero y esparce sobre el que va a ser manteado su
bendición.
Todo esto sucedía delante de mis
ojos con la solemnidad de una ceremonia, y que con el tiempo mi memoria ha ido dejando perdidos ciertos
pormenores. Observaba los cambios de las caras de los manteados cuando
alcanzaban sus cuerpos las ramas de los pradairos, y como cambiaba la
perspectiva cuando las manos apretando fuertemente el borde de la manta se
tensaban para recibir el cuerpo, y veía
como todas las imágenes se sucedían rápidamente, y el manteado masticaba voces
en esos segundos que permanecía suspendido en el aire.
Entretanto un rumor festivo de
gente iba llenando la campa, y abriéndose paso entre los oídos de esa misma
gente se esparcía el sonido de una gaita, y la visible cara de alivio del
ocupante de la manta cuando colocaba su pie en el suelo.
Poco a poco, se iba cerrando la
tarde, y los manteados, que tan pronto se veían abajo como arriba han regresado
a mi memoria, en este tiempo de castañas.
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