EL MATACHÍN
El día víspera de la matanza
había que dar más vueltas que un peón. Los preparativos parecían interminables.
A casa de un vecino se iba por la caldera para calentar el agua y las trébedes.
A casa de otro por el banco y la escalera. A la de un tercero por las artesas
pequeñas del mondongo. Un cuarto prestaba la artesa grande de pelar y de salar.
Después había que ir a casa de algún cosechero de vino por los manojos de
xarmienta. Esto formaba parte del cometido de los niños. Para las amas de casa,
entre otras cosas, estaba tener el orégano, la sal, el pimiento dulce y el
picante, las nueces y las almendras de las morcillas, los ajos, etc. Era un día
alegre y movido. Al día siguiente se mataba el cochín, y, como decía el abuelo,
se quitaba la barriga de mal año.
--Ya te comerás un trozo de la
gandiga, ¿eh?
La gandiga—o asadura—como muchos
la llamaban, podía indistintamente ser preparada a la cazuela con rodajas de
riñón y los anacos puntiagudos del corazón, con su poquito de sal , pimiento y
una rociada de vino, o bien puesta a asar en las brasas. De todas formas estaba
buena. ¿Qué cosa estaría mala para los niños en tiempos de la posguerra que
comían a Dios por las piernas?. Era un bocado exquisito, aunque no el más
preferido por el “agüelo”. El abuelo prefería la paixariña o bazo, con cebolla,
y, naturalmente los sabrosos solomillos, que muchas veces sacaba él mismo, sin
esperar que el matachín fuese a partir.
Cuando la lumbre quedaba
preparada para el día siguiente, la caldera llena de agua, sobre las trébedes y
cada cosa en su sitio, los niños respirábamos. Al día siguiente se mataba el
cochín. Esto se repetía en nuestra mente como una especie de liberación por
diversos caminos: uno el de dejar de llevarle la comida al cerdo, otro, el de
no tener que picar leña para atizar a la caldera, y, el tercero y más
importante, porque ya las tripas estaban hasta arriba de tanto caldo.
--No te enzarapalles y no comas
tanto lomo; que mira lo que te paso el otro año.
Tenía razón el abuelo. Tanto
había había sido lo comido y tanta la grasumia de las costilletas, que el año
anterior uno de los nietos se había empachado. Y tan grande había sido el
empacho que, en su lenguaje de zarabeto y narnian, se había pasado la tarde gimiendo
lastimosamente:
--Ay que avento, ay que avento.
Los mayores se preocuparon porque
no sabían lo que decía ni lo que le pasaba, hasta que otro de los pequeños
esclareció el asunto dando sentido a las palabras que explicaban el empacho.
Pero, ¿ cómo sustraerse a la
tentación del lomo dorado, con un poquito de pimiento y ajo y su bautismo de
vino blanco?. Era un pecado no comerlo y una penitencia el hacerlo con exceso.
Pero, ¿ tenía un niño conciencia de lo que es pecado y la penitencia?. El niño
lo único que tenía era hambre y en lo único que pensaba era matar el cochín y
comer. Y llegaba, la feliz madrugada. Porque de madrugada era cuando se mataba
el cocho, más que nada por hacerlo de matute y no pagar al ayuntamiento. Como
los niños no habían dormido pensando en aquel momento, se levantaban cuando los
mayores y era una delicia para ellos el ver encender la lumbre e ir atizándola
con los manojos. Sonaban no se sabía qué campanas de libertad y de alegría,
cuando hacía acto de presencia el matachín. Traía envueltos en una rodilla el
cuchillo de sangrar y el de abrir, amén de acero, del gancho y los rascaños.
Con él solian venir los vecinos avisados para agarrar el cerdo. Ya el agua iba
comenzando a hervir. Y para hacer menor la espera, se bautizaba el día de gloria
con unas copitas de aguardiente o jerez de las que se acompañaban unas pastas.
Se hablaba de matanzas de otros años, de que si el cerdo había tenido tanto o
cuanto unto, de mil cosas. Aparecía la patona con un cubo que en el fondo
contenía unos trozos de cebolla. Era el cubo para batir la sangre que luego
serviría para hacer fiollas o filloas. Entonces llegaba el momento supremo.
--Pon el banco ahí, y, ojo, que
ése tiene mirar de marica; no nos la pegue.
Porque había cerdos que tenían
pintas de mujer y, sin embargo, reaccionaban como hombres. Y no había sido el
primero que había esquivado el gancho y se había largado como en un intento de
batir no se sabía qué marca de qué tantos metros. Uno de los hombres abría la
puerta de la cuadra y hacía al cerdo salir. Al momento se escuchaban gruñidos.
Por ellos se sabía, poco más o menos, quién mataba y lo que mataba. Cuando el
cerdo había dejado de emitir gruñidos se le metía dentro de la artesa grande y
el matachín y algún vecino, convertido en ayudante, comenzaban la tarea de
pelarlo. Iban echando agua hirviendo sobre el lomo, las patas, el vientre, etc.
Y quitándole cerdas y roña. Ya pelado y limpio como una patena el matachín le
hacía un corte en las patas dejándole al descubierto los tendones. Por ellos se
colgaba de la escalera. Y se procedía a abrir. Al poco rato el tripaje estaba
en las artesas del mondongo, la barbada en una caldera con agua en compañía de
las entrañas. Y como remate de la faena del primer día, se ponía un plato
debajo mismo de la cabeza del cerdo para que fuese recogiendo la sangre que
caía. La derramada en el suelo era cubierta con un poco de paja o tierra.
Pasaban veinticuatro horas y el matachín volvía a partir. Comenzaba descolgando
el cerdo y poniéndolo encima de la artesa grande o del banco, luego cortaba la
cabeza, las patas y los lacones. Pasaba después a dividir el cerdo en dos
mitades de las que iba sacando el espinazo, los tocinos, los lomos, los lomos,
las paletillas, los jamones, etc. Procedía después a salar. Primero eran los
untos, después los jamones a los que se les sacaba la sangre apretándolos con una rodilla, después los tocinos, los
lacones, etcétera. Y se remataba la operación con los huesos menudos.
Ya hemos dicho que se salaba en
la artesa grande que había servido para pelar y, a veces, para partir. Pero
algunos también lo hacían en cajones grandes a los que se metía un trozo de
madera en la cabecera, para que el salitre pudiese ser recogido con facilidad.
Con el cerdo, el matachín había
matado el hambre un año más. Y por eso era algo así como un personaje de
cuento para los niños en aquellos Reyes
de la Concepción, tempranos y rotundos. Por la Concepción era cuando comenzaban
las matanzas…
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