PUENTE DE REY Y EL
AÑO VIEJO DE PAJA
A Puente de Rey se iba por una
estrecha carretera que, partiendo de Villafranca, serpenteaba entre castaños y
encinas. Se le había dado en llamar “La celestina de grava”. Algunos
matrimonios que se celebraban en la villa se debían a paseos por ella en las
horas vesperales.
--Son cosas del cambio de
temperatura—decía la gente en tales casos.
A mitad del camino se veía una
cantera de piedra. En aquel lugar los desocupados tomaban el sol en las tardes
otoñales. Había un sinfín de nombres grabados en la peña algunos con curiosos
recuerdos. La acción demoledora del pico y de la dinamita hacían que fuesen
desapareciendo, poco a poco, como un eco, como un paso de viento sin sentido…
Por encima de las peñas, como una corona de verdor, había un matorral de
encinas. Se le llamaba “el matorral del señorito”. Al parecer, entre aquellas
encinas un señorito había abusado de una doncella de clase humilde… Puente de
Rey era uno de los primeros pueblos del Bierzo en ofrecer el nuevo “gutin”. Las
uvas criadas en los “calangros” eran casi las primeras en madurar de la zona.
Era un vino ligero pero con una “aguja” que lo hacía sabroso al paladar, y a la
fuerza de vasos, pesado vecino de la cabeza. Para “prepararle la cama” estaban
los nuevos chorizos, los magostos y las nueces con pan moreno…
El bar de Puente de Rey era
chiquito, como una representación de espíritu del pueblo. En él, los clientes,
jugaban a las cartas. Discutían las jugadas en voz alta y no faltaban
palabrotas ni gestos procaces.
El olor a estiércol de las
cuadras y montoneras cercanas se confundía con otros mil olores entre los que era posible que estuviese el de
la caca de los niños hecha en cualquier sitio no muy lejano del bar. Las cajas
de cerveza se amontonaban a la buena de Dios. Y en verano las moscas tenían
asegurado el paraíso. Tomaban las mesas por asalto y llenaban de puntitos
negros todo lo que a la vista se extendía.
Las moscas y las avispas
constituían por veces una distracción para la clientela. Se las atrapaba
ahuecando la mano y deslizándola por la
superficie mugrienta de las tablas. Ya en poder de uno, se echaba mano de una
pajita de centeno larga y delgada. Se les introducía por la parte posterior y
se les mandaba “ a la siega”. Los pobres animales pocas veces volaban más de un
par de metros. Al pronto caían en barrena, algunas ya muertas; otras aleteaban
un poquito; las menos conseguían remontar el vuelo y huir… Cruzando la
carretera y subiendo por un camino de cabras se llegaba a la cantina. Tenía un
patio a la entrada cercado por piedras. En un ángulo, no importa cual, no era
difícil ver una pila de leña de encina. Un poco más allá, un “feixe” de
“xestas” para encender la lumbre. Casi pegadas a las piedras del cercado, en la
parte inferior del patio, crecían dos higueras. Justo al lado de ellas, la
cantinera solía colocar unos rústicos bancos en las tardes otoñales para que
los clientes tomasen el sol. Grandes piedras desperdigadas aquí y allá servían
para poner sobre ellas los jarros de vino. Si Puente de Rey era uno de los
primeros pueblos en ofrecer el vino nuevo, la cantinera era casi la primera que
tenía el cubeto para “espumar”. Para hacerle perder “la virginidad al riscal”
presentaba –al contrario que otros—un plato viejo de porcelana, cortados a trozos
y acompañados de trozos de jamón, los chorizos viejos a los que, los clientes
de Villafranca llamaban “los billardos”.
Con pan de centeno resultaban estupendos y animaban a beber. La
cantinera era una mujer “pachota” que en su juventud debía haber sido una real
moza. Cubría su cabeza con un “pano” negro. Negro era también el resto de la
vestimenta. Calzaba una galochas con herrajes de goma y clavillo fino. Tenía
como cliente habitual a un hombrecillo de mirada pícara y expresión desangelada
que acostumbraba a sentarse sobre una piedra a la entrada de la cantina. Se
llamaba Tío Rafael, pero los amigos le llamaban Frasquito.
Había estudiado para cura en su
juventud, pero los latines no eran lo suyo. Había dejado el seminario por la
manigua. Allá, además de cortar caña y recoger lúpulo, había aprendido a bailar
la rumba. Pero tampoco la manigua era lo suyo. Lo suyo le faltaba. La hondura
de lo suyo…¡Si lo miramos con amor, qué hondo y qué nuestro es el recuerdo…!
Había vuelto a su pueblín. Se había casado. Había tenido hijos. Pero… Por veces
sus amigos o vecinos le veían con la mirada congelada y fija en un cerezo que
se veía sobre la cerca del patio. Lucía una serie de raíces que aparecían sobre tierra en una extensión
de varios metros. Eran gordas y se repartían en distintas direcciones.
Seguramente la mayoría de ellas estaba minada por el gusano blanco. Seguramente
también, estaría medio seca. El viejo árbol se sostenía sin embargo. Era casi
un milagro. Algo que había resistido, pese a todo, el paso de los años. Las
raíces desaparecían de pronto bajo tierra. Parecían topos a los que se les
hubiese cazado y se hubiese dejado de nuevo en libertad. Penetraba en la tierra
a toda prisa, temerosas, a ciegas… Otras veces le veían fijar la vista en los
corredores de madera donde el tiempo permanecía congelado. Los años y el humo
les habían dado un color de pergamino oscuro por el que danzaba la polilla de
las ranuras. A algunos daban las higueras de las casas vecinas. A otros casi
daba la mano el cucurucho de los hórreos. A otros, pero menos, se asomaban los
canalones de uralita. Ay, pero aquello o había traido la emigración. La mayoría
de los tejados de Puente de Rey eran de pizarra burda y mal recortada, traída
de la cantera de San Pedro de Olleros o sacada en la del pueblo a las orillas
del río. La emigración había traído la uralita y un tiempo nuevo. Hasta
entonces el pueblo había sido un siervo del poderoso señor de la villa. Para él
eran las primicias de las huertas, de los frutales, de las matanzas. De alguna
manera el bracero tenía que asegurar el mísero apoyo del mísero jornal
equivalente al precio de un cántaro de vino. La amanecida le pillaba en las
viñas – poda, excava, cava, azufra, sulfata, vendimia…
Y en las viñas se hacía “noche
pecha”. Por todo alimento había llevado un mendrugo de pan moreno, un puñado de
castañas secas cocidas y un trozo de tocino. Menú que tenía que ser repartido
para tres comidas: la de “el pan”, a las diez; la del mediodía y la que
restaba, para la merienda, antes de rezar “las oraciones”.
La costumbre de rezar “las
oraciones” en medio y al final de la jornada, había sido impuesta por el señor
para dar gracias a Dios porque otro día había transcurrido sin calamidades ni
injusticias…
Pocas eran las veces que
Frasquito no tenía la mirada como una losa sepulcral. Una de ellas era cuando
llegaban los emigrantes. Entonces parecía como si un diminuto rayo de luz
volviese a sus ojillos para infundirles un poco de vida. La llegada de los
emigrantes solía centrarse en los días cercanos a las navidades.
De Suiza, de Francia, de
Alemania; un os en coche propio, otros en tren hasta la villa, algunos en taxi
alquilado, aparecían en el pueblo con sus pesadas maletas, sus cajas de
mantecadas de Astorga, sus abigarrados chaquetones, sus llamativas camisas, sus
botas o zapatos a la última moda… Y sus francos o marcos y sus palabritas
aprendidas en el país al que habían emigrado.
Llegaban con ansia de comer el
pulpo de la Nochebuena, lo que el pote sudaba el día de Navidad, a “prender con
rosquillas y caramelos a los manueles”, y sobre todo, a tragar las doce uvas y
a “ quemarle el culo al Año Viejo de Paja…”
Era este un enorme muñeco
confeccionado con paja de las medas de todos los vecinos. Constituían su
armazón dos “galleiros” cruzados y atados con alambre o cuerdas de pita.
Colgado por el cuello de una cuerda que estaba atada al punto superior de un
palo alto, se exponía en medio del pueblo a las miradas curiosas durante el día
último del año.
Al atardecer potentes bombazos
daban la bienvenida a los gaiteros. Venían estos de Dragonte o Soutelo y cuando tenían el buche abarrotado
de “mañiza” salían a dar el recorrido musical por todo el pueblo.
Al reclamo de la bombas bajaban
los mozos de Landoiro. En Puente de Rey tenían todos “casa de orden”. No faltaban
visitantes de la villa a la “golusmia” del “riscal” y de los “chorizos
aborrallados”. Ya la andorga llena comenzaba el baile.
Un carro al que se había puesto
en horizontal y añadido unas tablas con unos caballetes por debajo, hacía las
veces de templete. Sobre él, los gaiteros daban al aire las notas de jotas y
“muiñeiras” amén de las de “La casita de papel” que había estrenado en la villa
“La Orquesta Novedades” y que estaba de moda en aquel entonces.
Las mozas animaban los bailes con
su natural desenfado y sano. Pero, precisamente a las mozas, se debía el que
algún año viejo quedase sin quemar. Un forastero con éxito y uno del pueblo
celoso, era suficiente para que los bailadores se dividiesen en dos bandos.
Primero habían sido palabras. Luego, se habían ido a las manos. Más tarde, no
se sabía como, habían hecho aparición las cachas y los astiles de las azadas.
Quizás alguna navaja había puesto a la contienda una rúbrica de sangre…
Cuando estos casos no
ocurrían y el baile seguía un ritmo
normal, se llegaba a las doce de la noche con el deseo de ver como le ardían
“las galochas al chusmio del Año Viejo.”
Frasquito era el encargado de
ponerle fuego. Con una “facha” atada a la punta de un “estadullo”, se acercaba
al muñeco. El momento tenía algo de solemne en su silencio. De pronto los
gaiteros entonaban el himno nacional y Frasquito acercaba la “facha” al muñeco.
En pocos momentos era presa de las llamas. Entonces el año viejo era despedido
a voz de grito:
--Vete y no vuelvas,
chupalámparas del demonio.
--Piérdete, can.
--Bruxo, bruxo, queimate como nos
queimache.
Cuando del muñeco no quedaban
sino los “galleiros” humeantes y un débil rescoldo de paja, surjía un
“chiringuitear” de botas apuntando a los restos del año ido. Los gaiteros
volvían a su función suspendida por unos
momentos. Los niños y las viejas danzaban en torno al palo sin temor a las “buxenas” que de vez en cuando
se desprendían de los restos del muñeco. Frasquito había lanzado también su
“chirigito” y se había atizado luego un trago de camello.
--Porque el Nuevo Año que llega
sea mejor para todos—había dicho casi en un hilo de voz. Un extraño desasosiego
le hizo comenzar a bailar la rumba. Los
mozos le hicieron corro. Las mozas comenzaron a aplaudirle.
--Anda, negro, esa cintura sirvió
de modelo a más de un escultor.
Entre aplausos, entre risas, entre aquella
música que “le demandaba el potro”, el Tío Rafael estaba sin duda alguna en lo
hondo de lo suyo…
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