EL PERAL DEL ABUELO
¡Bah, pero si solo es una pera; una pequeña,
negra e insignificante pera…! Pero es algo, es algo, nos dijo mi abuelo a mi
primo y a mí.
Como todos los
años, cuando se acercaba Nochebuena, más que como una obligación, como pretexto
para sacarle unas monedas; mi primo y yo nos dejábamos caer por la casa del
abuelo y nos acercábamos a ver el viejo peral cuyas peras servían para la
compota en el menú de Nochebuena. El abuelo tenía aquel peral en gran estima. “
Lo plantó mi abuelo; lo injerto mi padre, y comenzó a producir cuando yo era un
rapaz”. Y yo adivinaba en sus palabras como si el abuelo viese en el peral algo
así cual una tradición en el paisaje berciano. Recoged, recoged todas las
peras, que no se pierda ninguna; es una lástima que se pueda perder lo que
tanto se ha tardado en conseguir. Y nosotros nos afanábamos cogiendo las peras.
Mirábamos; remirábamos. Era casi una cuestión de orgullo. Pero aquel año había
quedado una pera sin recoger. Una pequeña, negra e insignificante pera. Pero
era algo que nos había dejado como malos cogedores. Era algo que al abuelo le
hacía sufrir. Subimos al peral, intentamos coger la pera, pero todo intento fue
vano. Tratamos de recogerla con una mano metálica; pero tampoco pudimos.
Entonces, mi primo, a quien la vista de la pera le llenaba de rabia, soltó un
taco y tomando un palo de las habas, trató de tirarla. Pero la mala fortuna
hizo que en vez de tirar la pera, rompiera una rama, lo que escandalizó al
abuelo. “Hugonote-el abuelo era muy leído- deja, deja la pera. Prefiero dejar
la pera a que me destroces el árbol. Pero algún día sabrás cuantas cosas se
pierden por algo menos que una pera”. Dejamos el peral tranquilo y nos
esfumamos confusos y avergonzados. A los pocos días era Nochebuena. La tarde de
Nochebuena la visita era obligatoria. Había que bajar del desván las peras para
la compota. Mi primo y yo sentíamos una gran atracción por el viejo y oscuro desván,
donde se sabía que estaban las cosas, pero que no se veían. Aquí las cebollas.
Allí los racimos. Más allá, las patatas. Junto al tubo de la chimenea, las
botellas, los trastos viejos, las cestas de la vendimia y la cama del niño de
la abuela. La cama de aquel hijo que casi un niño había emigrado para América y
que ya nunca se volvería a usar. Y en el rincón cercano a la escalera de
subida, estaban las peras. Mi primo y yo subíamos una pequeña cesta y la
comenzábamos a llenar. Alguna vez nos ocurría que la mano se nos iba a una
podrida y el taco era de rigor. Las peras eran alargadas de forma y redondas de
dureza. Efectivamente, tras la dura y seca corteza, eran un prodigio de dulzura
y de jugosa profusión. Algo así como una vida que ha tenido que ser algo
diferente de lo que hubiera querido ser; pero que conserva en lo más hondo de
sí misma aquella condición prístina que le hace sentirse orgullosa de haber
llegado a ser sin dejar de ser definitivamente.
Ya por la noche,
reunidos en la cena familiar, tras haber comido el pulpo de costumbre, quizás
chorizos nuevos, u otra cualquier cosa, correspondía al abuelo distribuir la
compota. Era un momento solemne, de corazón y de reflexión. El abuelo
distribuía con una cara de satisfacción casi beatífica. Como si en cada troza
nos diese un poco de sí mismo; un poco de aquella vida íntima que estaba un
poco más lejos que el contacto de la piel. El abuelo se reía entonces, pero en
todo momento de alegría hay como un soplo de viento negro que nos lo estropea. “Ay, aquella pera, aquella pera”…
Han pasado
muchos años. El abuelo se ha ido. Y el viejo peral no es más que un tronco casi
desnudo del que brotaron unos débiles renuevos. Y como si fuesen frutas de
eternidad más que piedras que lo rodean, parece que las palabras del abuelo se
desperdigaron por aquí y por allí:
“Algún día sabrás cuantas cosa se
pierden por algo menos que una pera”.
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