LOS CORRILLOS DE
COMADRES
Todo empezaba por mayo. Mayo
florero y florido. Era natural. Con el mal tiempo andaban desbandados en busca
de miocas, gusanos de los árboles, escarabellando en los semilleros o
picoteando los rombones de las yedras. Decían las gentes que del corazón salía
el color del plumaje; de los ojos el
afán del usurero y de los picos la alargada peste. Pero, al fin, llegaba mayo;
y cuando mayo comenzaba a lucir barbas de viejo, pintaban las cerezas. Era la
época dorada de los cochorros…
-Son igual que las comadres; lo
destrozan todo.
Sí, era por mayo. Lo mismo que
las flores de las campiñas o jardines, florecían los corrillos de comadres en
los sitios más estratégicos de cada barrio. Se encaramaban por los escalones;
aterrizaban en los rellanos; tomaban por
asalto los soportales… Las comadres eran algo así como una brigada de
investigación para actividades vecinales, a cuyo control no escapaba ni una
mosca. Las del corrillo diurno llevaban cuenta de la vida del barrio por la
noche. Por ello no era de extrañar que, si uno—este uno era casi siempre el
borrachín del barrio—acertaba a pasar a altas horas, las adivinase tras las
contras de los balcones; entornándolas trataban de disimular, pero las
traicionaba la luz encendida. Las del corrillo nocturno llevaban las altas y
bajas del barrio durante el día. Las diurnas llevaban, para despistar más que
como trabajo, labores de bordado o ganchillo. Las nocturnas, solamente el
refrescalenguas claretín, ocultando los jarros bajo las sayas. El borrachín del
barrio conocía el secreto y por ello, y por otras cosas, las comadres se la
tenían declarada.
-Labieiras; permita Dios les
pongan contador en la lengua y tengan que pagar por él. ¿ No dicen que al
mediodía estoy siempre embadurnado?...
Las diurnas tenían la precaución
de buscar lugares donde su presencia pasase inadvertida, aunque no la de los
demás para ellas. Las nocturnas los puntos donde hubiese poca luz para no ser
vistas y la suficiente para ver. Si seleccionaba a las comadres por tipos, casi
siempre se advertían tres que era raro fallasen en ningún corrillo: las escalfadas que llevaban la voz
cantante. El más significativo pero
menos corriente: Las agüiñas mansas, que se ataban todo al dedo pero no
soltaban prenda. Y las tolas a cañadas, a quienes se tiraba de la tetilla y
eran constantemente motivo de mofa. En los corrillos, como en los pueblos, es
necesario a veces un payaso de quien reírse; pobre del que lo sea, para él no
hay compasión…
A estos tres tipos podría añadirse
otro, porque, aunque raro, existía: las de la risiña de María Santísima, que
tenían por norma reírse de lo habido y por haber. Eran las verduscadas y
picantes, los temas preferidos. Naturalmente, la manera de decir las cosas
ofendería los oídos de un puritano. Pero a las comadres, sobre todo a las
viejas, se les hacía la boca agua al tocarlo. Alguna, al final notaba que había
empapado la prenda más inesperada. Esto
decía bien de las claras de su sadismo cruel, de una extraña mezcla de
envidia y resentimiento, un afán de venganza que afloraba instintivamente de lo
más profundo de su ser. A esto se unía el común ingrediente de preferir el
trabajo de la lengua al de las manos. Y del trabajo de la lengua salían los
cuentos y las calumnias, los dichos destructivos y las irresponsabilidades
amargas.
--Esa se queda para vestir
santos; claro, antes hizo desnudar a los pecadores.
Las beatas, sobre todo, eran la
diana de sus tiros. Las atacaban, ridiculizaban, aplastaban con saña. Quizás
porque dentro de ellas veían lo que dentro de sí no podían ver. Quizás porque
solamente pretendían abatir a las contrincantes. Porque entre las beatas… De
entre los temas picantes o verduscos, había uno que exprimían como si se
tratase de un limón. Era el de las mujeres que no profesaban al marido una
escrupulosa fidelidad. Aunque de baja cultura, la musa de la ironía parecía
inspirar a las comadres hasta pareados con dicción erudita:
--He ahí un Mefistófeles valiente
Que no ve los adornos de su
frente.
Y sacaban a relucir trapos y más
trapos. Unos que habían visto, otros que habían oído y otros que se imaginaban.
Seguramente, éstos eran los más, porque las comadres en aquellos temas eran de
fértil imaginación. Lo cierto era que el marido de turno no tendría necesidad
de ir al sastre durante muchísimos años. Las parejas tampoco salían muy bien
libradas.
--Te lo digo yo: estaban detrás
del cortello y… y… vale más callar.
Mientras se trataban de criticar
a los extraños al corrillo, todo iba bien. L o malo era cuando a alguna le daba por meterse en los asuntos
de alguna compañera. Entonces era de ver el torneo de la mala uva, de los
golpes bajos e hirientes y de la habilidad con la lengua y el ingenio.
--Mira, no me tires de la lengua,
que ya sabes que la tengo como una navaja.
En el mismo instante se oía un
ruidoso palmetazo que uno suponía ser dado en las nalgas.
--Pues afila en esa piedra.
Aquello era un reto. Y la
ofendida buscaba la revancha. Estaba bien que riesen de los demás, pero que se
riesen de ella…Pronto venía la reacción.
--Porque tengo más vergüenza que
tú no te llamo lo que nadie te llamó.
La otra se picaba. Al reto seguía
el desafío.
--Llámamelo; anda, atrévete.
Como un escopetazo llegaba la
respuesta:
--Mujer honrada.
La cosa se animaba de tal manera,
que al final, de la lengua, por una vez, pasaban a las manos. Hacían xirotes as
blusas, se desgarraban las sayas. Y alguna, para enardecerlas más, lanzaba el
grito bestial:
--Por los pelos, por los pelos.
Y por los pelos se tiraban hasta
que caían rendidas, jadeantes, ridículas.
Desgraciadamente estas escenas se
desarrollaban muy de tarde en tarde. Y era una lástima. En ningún teatro se ven
con tanta vivacidad y tanto realismo. El borrachín del barrio sentenciaba los
corrillos. Por unos meses podía subir y bajar sin que hubiese de ser sometido a
control.
--Ya se recogen las pitas.
A lo mejor pronunciaba mal alguna letra. Pero lo
cierto era que el otoño había llegado con su escoba, piadoso vivificador,
quizás algo vengativo, ha hacerles la puñeta a las comadres y a los cochorros…